Una tarde, bajo la sombra de una higuera, mientras Lola comía una sandía, preguntó en voz alta:
"¿Por qué a los niños nos gusta más el verano?"
Su abuela, que tejía en una silla baja, sonrió.
—Tal vez porque el verano guarda un secreto que solo los niños pueden entender—.
Lola frunció el ceño, curiosa. Entonces decidió investigar. Durante semanas, observó y preguntó a todos sus amigos y amigas: "¿Qué tenía el verano que lo hacía tan especial?"
Clara dijo que era por los helados que no se acaban. Mateo, porque podía andar todo el día en ropa cómoda y en chanclas. Lucía, porque su abuelo la llevaba al río a pescar “aunque nunca pescaran nada”.
Pero fue su prima pequeña, de solo tres años, quien le dio la mejor pista. Le dijo:
—El verano es cuando tú juegas más conmigo—.
Lola se quedó pensando. Y entonces lo entendió: el verano no era solo calor, ni vacaciones, ni helados… El verano era tiempo. Tiempo para jugar, para reír, para ensuciarse sin que a nadie le importe. Tiempo para estar juntos.
Corrió a decírselo a su abuela. Ella sonrió otra vez y dijo:
—Eso es, Lola. El verano es el único momento en que los relojes parecen desaparecer—.
Desde ese día, Lola ya no se preguntó por qué le gustaba tanto el verano. Simplemente, lo vivía.