viernes, 26 de diciembre de 2025

Cuentos para dormir; la Navidad más larga

Cata decidió no dormirse porque había entendido algo importantísimo: si cerraba los ojos, la Navidad se acabaría.

Así que se quedó despierta contando luces del árbol, migas de turrón y risas que aún flotaban por la casa. El reloj del pasillo avanzaba despacio, como si también dudara.

Cuando el sueño llegó de puntillas, Cata preguntó en voz baja:

"Si me duermo, ¿te vas?"

La Navidad no respondió con palabras, sino con calma.

Cata cerró los ojos.

A la mañana siguiente, la casa seguía oliendo a dulce, y ella comprendió el secreto: la Navidad no se termina al dormir, se queda en lo que recuerdas al despertar.


Fuente de Cantos, 26 de diciembre de 2025. 



viernes, 19 de diciembre de 2025

El farol

Cada diciembre, el pueblo se llenaba de luces, abrazos ensayados y sonrisas recién sacadas del cajón. Todos se deseaban paz, amor y buenos deseos, como quien reparte cartas sin mirar.

En la mesa de la Navidad, nadie decía lo que pensaba. Se brindaba por la familia mientras se contaban viejas rencillas en silencio, y se hablaba de generosidad con la misma mano que sujetaba fuerte las fichas del egoísmo. Era un juego conocido: todos sabían que algo no cuadraba, pero nadie se levantaba de la partida.

La Navidad se parecía mucho a saludar a alguien que juega a las cartas del póquer y sabes que va de farol. Le estrechas la mano, le sonríes, y aceptas la mentira amable porque romper el juego sería arruinar la noche.

Cuando las luces se apagaban y los villancicos callaban, quedaba la mesa vacía y una pregunta sin envolver:

¿Y si algún año, en lugar de faroles, nos atreviéramos a jugar con cartas descubiertas?

Desde entonces, algunos esperan la Navidad no por lo que promete, sino por la oportunidad —breve, incómoda y valiente— de empezar a decir la verdad.


Marbella, 19 de diciembre de 2025. Imagen libre en la red.



viernes, 12 de diciembre de 2025

Si te vas....

El día que dijeron en la radio que Robe se había ido, la casa entera crujió un poquito, como si las paredes también hubieran tenido adolescencia.

Apagué las noticias y me quedé con el zumbido eléctrico del silencio. Luego fui al mueble del salón, a esa estantería donde duermen los vinilos como animales en hibernación, y saqué el de siempre, el que tiene las esquinas comidas de tantas mudanzas. Lo puse en el plato, bajé la aguja con cuidado de cirujano torpe y un mar de chasquidos llenó el aire, como si alguien encendiera un fuego de ramas secas en mitad de la habitación.

Y entonces empezó la guitarra...

No hizo falta más. Ni florituras ni discursos. La primera nota atravesó el pasillo, empujó la puerta de la cocina, se coló entre las tazas sin fregar y el imán del frigorífico que dice “mañana empiezo”. La perra levantó la cabeza, ladeó las orejas, como reconociendo a un viejo amigo que llega tarde, pero llega.

Yo cerré los ojos...

De golpe ya no estaba en mi piso pequeño, sino pegado a una valla metálica, hace mil años, con las zapatillas destrozadas de tanto patear calles y la garganta en carne viva. El escenario olía a cerveza caliente y a humo, y él, al fondo, apenas un bicho flaco con guitarra, empezó a escupir versos como si se los estuviera quitando de encima porque le pesaban demasiado por dentro.

No cantábamos: nos desangrábamos en coro...

Cada frase era una piedra, un abrazo, una hostia y una caricia..., todo a la vez. Éramos críos que no sabían qué hacer con la rabia ni con la ternura, y de pronto alguien nos prestaba palabras, nos traducía el ruido del pecho. Ahí entendí que la música no suena: arde. Y quien la escucha, cambia de forma.

Volví al salón con un parpadeo. El vinilo seguía girando. Afuera, en la calle, la gente iba a lo suyo, pero con aquel sonido metálico de fondo. Un vecino cerró de golpe una persiana. Otra vecina, la del tercero, la que pone copla los domingos, se quedó un segundo quieta en el rellano, como si el riff de guitarra le hubiera rozado los pasos.

Subí el volumen...

El bajo empezó a retumbar en las fotos de la estantería: mi madre joven, mis hermanos pequeños, yo con aquella camiseta negra que ya no existe. Cada canción arrancaba un recuerdo distinto: la primera borrachera, el primer portazo, el primer “no puedo más” dicho al espejo a las seis de la mañana. Y siempre, de fondo, él, como un colega mayor que no te daba consejos, pero te enseñaba sus cicatrices.

Eso hace la música de verdad: no te explica la vida, te la refriega por la cara.

En el estribillo me sorprendí levantando la mano, solo, en mitad del salón, como si el techo fuera cielo de festival..."me quedo en esta calle, sin salida...." La voz que salía de mi garganta no era afinada ni bonita, pero estaba viva. Y ahí lo noté: había llegado del curro hecho polvo, con la cabeza llena de facturas y notificaciones, y sin embargo el peso empezaba a cambiar de sitio. Lo que antes eran piedras en la espalda se convertía en algo que podía gritar, sudar, reír.

La perra dio dos vueltas sobre sí misma y se tumbó, vencida por la paz extraña que deja el ruido cuando es el ruido correcto.

Pensé en toda la gente que, a esa misma hora, en otras casas, en otros bares, estaban poniendo las mismas canciones. Un país entero, hecho de habitaciones pequeñas, apretando "play" a la vez. Miles de agujas cayendo sobre miles de vinilos, dedos temblando sobre teclas de móvil buscando una lista de reproducción con su nombre.

No estaba solo. No lo estamos nunca cuando una canción empieza...

Porque al final, ese es el truco: los que se van dejan la voz grabada en el aire, y cada vez que alguien le da al botón, vuelven a entrar por la puerta, con sus botas, su mala leche, su poesía sucia y luminosa. La muerte ahí no sabe qué hacer: se queda en el descansillo, apoyada en la barandilla, esperando a que termine el solo.

Cuando acabó el disco, la aguja se quedó dando vueltas en seco, frotando el silencio. No la levanté enseguida. Me quedé unos segundos escuchando ese ruido tonto, ese siseo final que parece nada y lo es todo: el eco de algo que ha ardido y ya solo humea.

“Gracias, tío, pero, "Si te vas...me quedo en esta calle, sin salida...”, dije en voz baja, sintiéndome ridículo y solemne a la vez.

Y, como si fuera lo más normal del mundo, puse el disco otra vez desde el principio. Porque hay días en que la única forma de seguir es dejar que la música te agarre por la pechera, te sacuda y te recuerde que, mientras alguien cante contigo, aunque sea desde un altavoz viejo, todavía no estás del todo jodido.

*Nota: dedicado al loco que, con su música, me acompañó en mi adolescencia.


Fuente de Cantos, 12 de diciembre de 2025. Imagen libre en la red.



viernes, 5 de diciembre de 2025

Rutinas de Otoño

Se fue el viento. Todavía la última gota tiembla en el filo de la parra. Las hojas del castaño, que ayer eran un verde de oficio, amanecieron con una herrumbre dulce. Algunas yacen en el camino de tierra, pegadas como sobres viejos. La perra dormita enroscada; a veces abre un ojo, olfatea el aire frío y vuelve a hundir el hocico en su cola.

El cielo tiene claros indecisos y una luz que no se decide a calentar. Este lunes, como todos los lunes, el gallo canta tarde, ofendido por la niebla. Las gallinas escarban más de lo que ponen. El obrero salió temprano con la cuadrilla que persigue ruidos subterráneos y promesas de salario. La camioneta se tragó el camino entre charcos apagados.

En la cocina humea el café. La calabaza del huerto espera su turno de olla. Un olor a tierra mojada sube desde los surcos, mezclado con humo de hojas quemadas en casas vecinas. La flor tardía del jardín resiste con su coraje mínimo. Camino ligero y silbo igual, aunque el aire muerda un poco.

Por la tarde el sol será una moneda tibia, apenas suficiente para el banco del patio. Habrá una labor lenta: barrer hojas, ordenar leña, remendar el tiempo. Y al caer la luz, una manta inevitable, un fuego que embelesa, una sopa sencilla, y el rumor del otoño acomodándose en todas las cosas.


Marbella, 5 de diciembre de 2025. Fotografía de Jesús Apa, Cabeza la Vaca.



viernes, 28 de noviembre de 2025

Cuentos para dormir: La bicicleta de los sueños

Desde que tenía memoria, Cata soñaba con una bicicleta voladora. No de esas con alas de metal o motores rugientes, sino una que se elevara suavemente, como una madeja de hojas de otoño al viento.

Cada noche la imaginaba diferente: a veces hecha de nubes trenzadas, otras con ruedas que brillaban como lunas llenas. Y mientras soñaba, guardaba tornillos, cintas, hojas y plumas que encontraba en su camino, convencida de que algún día todo encajaría.

Una madrugada, cuando el cielo aún era azul oscuro, Cata salió al patio con su pequeña montaña de tesoros. Los colocó en el suelo, respiró hondo y dijo:

"Hoy aprenderás a volar conmigo."

Nadie sabe exactamente qué ocurrió después. Solo que, al amanecer, los vecinos juraron haber visto una silueta pequeña pedaleando entre las primeras luces, dejando una estela de plumas y risas en dirección a la enorme montaña de Marbella.

Y desde aquel día, cuando el viento sopla con dulzura, parece escucharse el timbre lejano de la bicicleta de Cata, como si aún recorriera los cielos en busca de nuevos sueños.



Marbella, 28 de noviembre de 2025. Fotografía original y retocada de Jesús Apa.



viernes, 21 de noviembre de 2025

Cuentos para dormir; Lilas, la cuenta cuentos

Lilas contaba cuentos. Con la imaginación de su voz, nos llevaba a tierras del nunca jamás.

Decía que cada palabra tenía alas, y que si uno la escuchaba con el corazón abierto, podía sentir cómo le rozaban la piel.

Una tarde, mientras el sol se escondía tras los tejados, Lilas narró la historia de una puerta diminuta que solo se abría cuando alguien creía de verdad en la bondad del mundo. Y mientras hablaba, algo extraño ocurrió: la puerta apareció entre sus manos, tallada en un trozo de madera que nadie había visto antes.

“Quien atraviese esta puerta —susurró— volverá cambiado.”

Todos reímos, pensando que era parte del cuento. Pero Lilas sonrió con esa luz que solo tienen quienes guardan secretos antiguos… y la puerta parpadeó, como si respirara.

Dicen que desde ese día, cada vez que alguien escucha a Lilas, siente que algo en su interior se mueve, como si una puerta invisible se abriera muy despacio.

Y algunos juran haber visto, al cerrar los ojos, un destello de esas tierras del nunca jamás.


Fuente de Cantos, 21 de noviembre de 2025. Imagen libre en la red.



viernes, 14 de noviembre de 2025

Cuando la soledad muerde

La soledad es una presencia silenciosa que nos acompaña desde los primeros días, aunque no siempre sepamos reconocerla. La soledad. Nos topamos con ella cuando mamá no está en ninguna parte. En ese instante, cuando la ternura que nos sostenía se disuelve, algo en nosotros despierta: la conciencia de estar solos en el mundo. Al volvernos conscientes, algo más íntimo e intenso nos abraza. Es una sensación extraña, mitad dolor, mitad descubrimiento.

Con el tiempo comprendemos que no se trata de un enemigo, sino de una condición inevitable del ser. Viviremos con ella toda la vida: es necesaria para encontrarnos. En sus silencios aprendemos a escucharnos, a entender lo que deseamos, a crear. Pero también sabemos que si la dejamos quedarse demasiado tiempo, puede convertirse en un filo. Si se hace cotidiana, muerde.

Así, la soledad es maestra y sombra. Nos enseña a habitar nuestro propio interior, pero nos recuerda que, para no perdernos en él, debemos seguir buscando el calor de otros.


Marbella, 14 de noviembre de 2025. Imagen libre en la red.