El joven que había esperado el bus por unos cuantos minutos agarró sus
cosas y, a paso lento, abordó el transporte que lo llevaría a su casa. Bajo
aquella cara de chico bueno escondía todos los sentimientos,
remordimientos y decepciones que un niño de tan solo 17 años podría
llevar encima.
Pagó con monedas el pasaje, y mientras el conductor las recibía de mala
gana, se dirigió a un asiento vacío. Entre muecas se sentó al lado de la
ventana, apoyó su cabeza contra el vidrio y dio una ojeada a su
alrededor. Vió unos cuantos durmiendo, un grupo de amigos riéndose como
si no hubieran pensamientos en sus cabezas que los afligieran como a él,
un par más comía basura en bolsas de plástico mientras miraban sus teléfonos, una chica arreglaba su larga cabellera rubia y otra miraba
por la ventana con la vista perdida y los audífonos puestos.
Era uno de esos buses viejos, con olor a óxido y a ropa húmeda, con los
espaldares de los asientos padecidos por el implacable pasar de los años
y rayados por vándalos inoficiosos; el ruido del motor se metía por los
oídos y taladraba la cabeza, los vidrios vibraban como un perro
asustado y la puerta abría con odio, era un dinosaurio de una época
antigua, un fósil urbano.
En un momento el chico giró la cabeza en dirección a la fría y
melancólica ventana, viendo el atardecer opacado por las grises nubes en
las que se funden todos los pesares, tristezas y sufrimiento de los
hombres. El hermoso e intenso rojo del atardecer se veía a trazos entre
las nubes, una pintura magistral digna de un genio, pero indigna para un
día tan apático y triste como lo era ese nublado domingo de Noviembre.
Ahí fue en que volvió a recordar cómo es una decepción...
Fuente de Cantos, 3 de diciembre de 2021. Imagen libre en la red.
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