viernes, 23 de agosto de 2019

Sobre las quejas

Todos alguna vez hemos sido un poco quejicas, sobre todo cuando éramos pequeños. Era el acto idóneo para llamar la atención y justificarnos ante la falta de ciertas obligaciones o compromisos. No hay niño que no busque una excusa para eludir sus contadas y escasas responsabilidades. Algunas veces son incluso llamativas y creativas por lo recurrentes que llegan a ser, siendo entonces tomadas a broma o hasta pasadas por alto por parte de los adultos.

Pero lo peor es esa gente que, ya bien pasado los años, continúa sumido en un mar de lágrimas casi a diario. Parece que todo les pasa a ellos, son unos desgraciados y todos sus males han sido confabulados por los astros para que sean las personas más desdichadas del universo. Se quejan por todo, como si alguien fuera a resolver sus problemas, (la mayoría de las veces, con fácil solución), o como si el hecho de contar sus penas, fuera a disminuir las mismas.

En cambio, es admirable cuando conoces realmente a personas que afrontan los problemas con entereza, con valentía, en silencio, incluso aportando creatividad a la resolución de los mismos. Son el tipo de gente que no se queda parada ante la adversidad porque son realistas, conscientes de que si no lo resuelven ellos, nadie lo hará en su lugar. Saben que ir de víctima ya no convence a nadie.

Esas personas son fuertes y tenaces, de las que tienes mucho que aprender sin que ellos sepan que te están enseñando que no es necesario emitir una sola queja, para afrontar las adversidades. Observar cómo en el más absoluto silencio y discreción, avanzan con todo lo que se les ponga por delante. A veces, hasta incluso pareciendo que es fácil para ellos, pero claro que no lo es. Es con esa clase de personas con las que se me viene a la cabeza este hermoso cuento que leí por ahí en algún libro...


"En la Segunda Guerra Mundial, un soldado fue enviado al frente en pleno invierno. Sus condiciones eran penosas: apenas tenía acceso a alimento o a una ropa adecuada mientras balas y obuses se rifaban su vida cada día, tarde y noche. 

Sin embargo, él aguantaba jornada tras jornada el envite gracias a los recuerdos de su novia, que lo esperaba en su país, y cuya foto portaba en un bolsillo del uniforme. Cada noche, si podía, el soldado miraba esa foto, cubierta ya de mugre y barro, y soñaba con el día en que regresaría de vuelta a sus brazos. Esa mujer era la razón que lo mantenía vivo. 

Una mañana, llegó el correo con una breve carta de su novia. En ella, sin circunloquios, le decía que lo dejaba, que había hallado el amor en brazos de otro hombre y que, por favor, le devolviera la foto que le dio antes de partir al frente. 

El soldado, herido en el alma, hizo lo que cualquier persona con resolución y dignidad hubiese hecho: habló con los compañeros de la unidad a quienes también había abandonado sus novias y les pidió que le dieran todas las fotos que ya no querían guardar de aquellas mujeres. 

Consiguió recopilar quince o veinte fotos, las metió en un sobre y en un trozo de papel escribió rápidamente: -- Ahora no recuerdo quién eres. Por favor quédate con la foto en la que aparezcas tú y devuélveme las demás -- ”.

Solo hay verdugo si hay víctima. 

Solo es víctima quien cree que lo es. 


Cabeza la Vaca, 23 de agosto de 2019. Imagen libre en la red.

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