El día que dijeron en la radio que Robe se había ido, la casa entera crujió un poquito, como si las paredes también hubieran tenido adolescencia.
Apagué las noticias y me quedé con el zumbido eléctrico del silencio. Luego fui al mueble del salón, a esa estantería donde duermen los vinilos como animales en hibernación, y saqué el de siempre, el que tiene las esquinas comidas de tantas mudanzas. Lo puse en el plato, bajé la aguja con cuidado de cirujano torpe y un mar de chasquidos llenó el aire, como si alguien encendiera un fuego de ramas secas en mitad de la habitación.
Y entonces empezó la guitarra...
No hizo falta más. Ni florituras ni discursos. La primera nota atravesó el pasillo, empujó la puerta de la cocina, se coló entre las tazas sin fregar y el imán del frigorífico que dice “mañana empiezo”. La perra levantó la cabeza, ladeó las orejas, como reconociendo a un viejo amigo que llega tarde, pero llega.
Yo cerré los ojos...
De golpe ya no estaba en mi piso pequeño, sino pegado a una valla metálica, hace mil años, con las zapatillas destrozadas de tanto patear calles y la garganta en carne viva. El escenario olía a cerveza caliente y a humo, y él, al fondo, apenas un bicho flaco con guitarra, empezó a escupir versos como si se los estuviera quitando de encima porque le pesaban demasiado por dentro.
No cantábamos: nos desangrábamos en coro...
Cada frase era una piedra, un abrazo, una hostia y una caricia..., todo a la vez. Éramos críos que no sabían qué hacer con la rabia ni con la ternura, y de pronto alguien nos prestaba palabras, nos traducía el ruido del pecho. Ahí entendí que la música no suena: arde. Y quien la escucha, cambia de forma.
Volví al salón con un parpadeo. El vinilo seguía girando. Afuera, en la calle, la gente iba a lo suyo, pero con aquel sonido metálico de fondo. Un vecino cerró de golpe una persiana. Otra vecina, la del tercero, la que pone copla los domingos, se quedó un segundo quieta en el rellano, como si el riff de guitarra le hubiera rozado los pasos.
Subí el volumen...
El bajo empezó a retumbar en las fotos de la estantería: mi madre joven, mis hermanos pequeños, yo con aquella camiseta negra que ya no existe. Cada canción arrancaba un recuerdo distinto: la primera borrachera, el primer portazo, el primer “no puedo más” dicho al espejo a las seis de la mañana. Y siempre, de fondo, él, como un colega mayor que no te daba consejos, pero te enseñaba sus cicatrices.
Eso hace la música de verdad: no te explica la vida, te la refriega por la cara.
En el estribillo me sorprendí levantando la mano, solo, en mitad del salón, como si el techo fuera cielo de festival..."me quedo en esta calle, sin salida...." La voz que salía de mi garganta no era afinada ni bonita, pero estaba viva. Y ahí lo noté: había llegado del curro hecho polvo, con la cabeza llena de facturas y notificaciones, y sin embargo el peso empezaba a cambiar de sitio. Lo que antes eran piedras en la espalda se convertía en algo que podía gritar, sudar, reír.
La perra dio dos vueltas sobre sí misma y se tumbó, vencida por la paz extraña que deja el ruido cuando es el ruido correcto.
Pensé en toda la gente que, a esa misma hora, en otras casas, en otros bares, estaban poniendo las mismas canciones. Un país entero, hecho de habitaciones pequeñas, apretando "play" a la vez. Miles de agujas cayendo sobre miles de vinilos, dedos temblando sobre teclas de móvil buscando una lista de reproducción con su nombre.
No estaba solo. No lo estamos nunca cuando una canción empieza...
Porque al final, ese es el truco: los que se van dejan la voz grabada en el aire, y cada vez que alguien le da al botón, vuelven a entrar por la puerta, con sus botas, su mala leche, su poesía sucia y luminosa. La muerte ahí no sabe qué hacer: se queda en el descansillo, apoyada en la barandilla, esperando a que termine el solo.
Cuando acabó el disco, la aguja se quedó dando vueltas en seco, frotando el silencio. No la levanté enseguida. Me quedé unos segundos escuchando ese ruido tonto, ese siseo final que parece nada y lo es todo: el eco de algo que ha ardido y ya solo humea.
“Gracias, tío, pero, "Si te vas...me quedo en esta calle, sin salida...”, dije en voz baja, sintiéndome ridículo y solemne a la vez.
Y, como si fuera lo más normal del mundo, puse el disco otra vez desde el principio. Porque hay días en que la única forma de seguir es dejar que la música te agarre por la pechera, te sacuda y te recuerde que, mientras alguien cante contigo, aunque sea desde un altavoz viejo, todavía no estás del todo jodido.
*Nota: dedicado al loco que, con su música, me acompañó en mi adolescencia.

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