domingo, 28 de septiembre de 2014

El viaje de Annie

Era una mañana soleada de septiembre, hace ya algunos años. Yo la esperaba pacientemente en mi casa, aunque aún no la conocía, sabía que sería puntual. Extremadamente puntual. La casa olía a café recién hecho, aunque también tenía preparado un té y algunas pastas compradas del día anterior. Desde la ventana observé que aparcaba su coche frente mi puerta, bajaba con su pelo negro mojado, un vestido violeta, unas botas negras sobre unos leggins del mismo color, un bolso de muchos colores y una carpeta color marrón. Miró su móvil, para así cotejar la dirección de mi casa a través del mensaje que yo le había enviado en días anteriores, cruzó la calle, y tocó el timbre de la entrada. Salí a recibirla con un tembloroso "hello", ella sonrió y siguió mis pasos hacia adentro. Era inglesa, y su papel sería el de ser mi profesora.

Ya esa mañana, la primera de muchas otras mañanas de sábado, supe que era una persona especial. Me resulta fácil descubrir eso aunque no es habitual encontrar personas así. Subimos las escaleras y le indiqué el lugar que ocuparíamos para impartir las clases. Una mesa ovalada de cristal, en un espacio abierto y luminoso, con estanterías llenas de libros a su alrededor. Yo volví a bajar para preparar un café, pues esa había sido su elección. Mientras esperaba, miraba a los lados como tratando de averiguar que clase de persona sería su alumno por esa mañana. Mientras subía dos cafés y algunas pastas en una bandeja de madera, vi como me observaba y sonreía de manera tierna. Ocupé mi asiento, le ofrecí su café y miré el reloj de agujas que estaba sobre una estantería. Marcaba las 10 am en punto, y mis clases de inglés iban a dar comienzo. Iba a ser una hora muy larga.

Decidí empezar a hablarle de mi vida, de mi trabajo, de mis aficiones, de mi día a día. Entendía que era la mejor manera de romper el hielo Ella me escuchaba atentamente, como siempre hace, pero a la misma vez anotaba en una libreta mis dudas, corregía algunas de mis frases, y trataba de asegurarse que daba los tonos y la pronunciación correcta a las palabras. Paradójicamente y a pesar que era yo el que hablaba, buscaba conocerla un poco más. Solamente tendríamos una hora, pero sería suficiente para descubrir que se trataba una persona dulce, cariñosa, educada y sobre todo sensible, muy sensible. Esa fue la primera impresión que me llevé de ella, y evidentemente, no me equivocaría.

Así fue pasando el tiempo, fueron llegando más sábados a las 10 de la mañana y que, tras saludarnos efusivamente, comenzábamos nuestras clases de inglés, que no eran más que charlas apasionantes sobre nosotros mismos en su idioma nativo. Hablar de la vida, de nuestras familias, amigos, nuestras aventuras, era algo esperado durante toda la semana. Le pedía opinión sobre decisiones que debía tomar, sobre cosas que pasaban en mi rutina diaria, ayuda sobre mi trabajo, y durante esas conversaciones comenzamos a conocernos el uno al otro. Confianza, respeto y admiración, eran mis sentimientos hacia ella. De repente esa hora "de clase" pasaba volando.

Nuestro primer viaje juntos fue a Finlandia. Era Febrero y deberíamos soportar temperaturas de -30ºC. Era un viaje de trabajo, y se decidió esa fecha pues la idea era conocer el estilo de vida de los finlandeses, y que mejor manera de hacerlo, que soportar su duro invierno. Y así fue como llegamos a un lugar completamente nevado, blanco y luminoso en sus pocas horas de luz, y donde nos esperaba una increíble aventura. Antes tendríamos varios días de trabajo y de intercambio de experiencias con varios países del norte de Europa. Ella iba en calidad de profesora, y aquel sería un viaje enriquecedor en todos los sentidos. Yo me preocupaba que estuviera bien y se sintiera cómoda en todo momento, pero desde el principio supe que así era.

Una vez pasada toda la semana, llegó el viernes. Dejaría de ser un viernes cualquiera, pues cada vez que hablamos de él, ella lo recuerda como uno de los mejores días de su vida. Y es que en ese día de descanso, y para finalizar nuestra estancia allí, nuestros anfitriones del norte nos tendrían preparado un sinfín de actividades. Así fue como a media mañana, nos enfundamos en nuestros trajes de nieve, y sobre un lago helado comenzaron nuestras aventuras. Desde recorrer el lago en moto, a hacer zumba y bailar de manera divertida con el resto de integrantes. Jugar a una diversidad de juegos sobre la nieve, ver como se pesca en las aguas heladas haciendo un agujero para introducir el hilo de seda y el señuelo. Estar en una cabaña alrededor del fuego y asar salchichas atravesadas en un palo, beber el exquisito vodka finlandés, o pasar del calor de la sauna a las gélidas temperaturas de la nieve o del propio lago, era de cuanto teníamos que preocuparnos.

Yo creo que jamás he visto a alguien disfrutar tanto. Su alma de niña pequeña, que siempre va dentro de ella, había salido de repente, para disfrutar sin importarle la imagen que pudiera dar por ello. Reía a carcajadas, bailaba, saltaba o se tiraba sobre la nieve dando vueltas sobre sí misma. Yo me comportaba tal cual. Absorbía cada momento como un niño pequeño. Un día increíble, radiante, que nos permitió olvidarnos de todo y nos dio la posibilidad de conocernos aún mejor, en otro ámbito, aunque no fuera el nuestro propio. Un viaje cargado de felicidad, alegría y de sentimientos puros.
Cada vez que hablamos de ese viaje lo hacemos con una enorme sonrisa, con emoción, con unos recuerdos imborrables. A pesar que lo disfruté de una manera apasionante, ese fue "su viaje". Ese fue el viaje de Annie.
Pero lo que ella no sabe, es que a la misma vez hizo otro viaje. Uno al interior de mi corazón y del que nunca saldrá.






Annie, en Calera de León (España) y Jurva (Finlandia). Fotografías de Suvi-Tuulia.

viernes, 19 de septiembre de 2014

En la Terminal

Resulta de gran entretenimiento esperar tu vuelo en un aeropuerto. Miles de personas transitan a tu alrededor con algo en común, un viaje. Cierto es, que a veces las esperas y los retrasos producidos por causas ajenas a nosotros llegan a incordiarnos, pero hay que tratar de buscar el lado positivo de las cosas. Pasar un tiempo esperando un avión, un barco, u otro medio de transporte puede llegar a suponer encontrar o conocer a personas que pueden aportar cosas en tu vida. Si alguien te despierta curiosidad hay que actuar y tratar de conocer a esa persona, aunque trates con ella conversaciones triviales para ello, porque siempre he creído que se conoce antes a las personas por sus gestos, su forma de hablar, sus miradas, o su sonrisa, que por saber donde vive, de donde viene o cual es su trabajo. Pero, ¿realmente en tan poco tiempo puede ocurrir eso?. A mí me ha pasado...y en más de una ocasión.
Es así como conocí a las tres protagonistas de esta historia.


Fue en Octubre de 2010, en el aeropuerto de Barajas, Madrid, donde pasaba mi tiempo esperando que abrieran la puerta de embarque para volar a la preciosa ciudad polaca de Gdansk. Por allí apareció Emilia, una chica joven y atractiva, envuelta en una chaqueta vaquera sobre una camisa de color claro, creo que amarilla, unos pantalones vaqueros azules y unas botas marrones altas cubriendo la parte baja de los mismos. Pero lejos de su vestuario, hay personas que te resultan interesantes con solo un vistazo. No es necesario para ello saber su procedencia o a que se dedica en la vida, simplemente son personas que despiertan tu curiosidad, a las cuales te gustaría conocer o, simplemente eso, que te resultan interesantes. Ella lo era. 
Solamente hubo una mirada, quizás dos. Igual por parte de ella también, pero nada más.

El destino, caprichoso él, propuso que nos sentáramos juntos en el avión y nos brindara la oportunidad de conocernos, o al menos, de tener una agradable charla. En esa conversación, pude contrastar que Emilia no solo era una persona interesante, además también era simpática, risueña, con mucha vida, inteligente y con un buen nivel cultural. Leía un libro escrito en inglés, pero también hablaba italiano. No recuerdo exactamente todos los temas sobre los que charlamos, pero a pesar que tratábamos sobre las cosas obvias en una conversación de este tipo, lo recuerdo como un vuelo que no quería que finalizara. Fue justo antes de despedirnos, cuando me dijo que si necesitaba algo en Gdansk, no dudara en contactar con ella. Iba a estar unos días visitando a su familia, pero estaría encantada de compartir algún tiempo conmigo. Hasta ese momento, no averigüé que era de nacionalidad polaca. Hablaba perfectamente bien el español. Un tiempo más tarde contacté con ella para pedirle ayuda sobre un tema de trabajo y lo hizo, pero lo cierto que ya no volvimos a vernos.

Fabiola apareció a mis espaldas en Julio de 2013 en la Terminal 4 de Barajas, mientras esperaba para facturar mi maleta rumbo a Helsinki con escala en Munich. Una mujer de estatura media, morena y un cuidado corte de pelo por encima del hombro. Me llamó la atención su estilo. Una mujer muy bien vestida, aún incluso para tomar un vuelo, pues bien es sabido que tratamos de ir siempre lo más cómodo posible cuando viajamos, pero me resultó una mujer muy elegante, y seguramente su vestuario no estaba reñido con lo cómodo. Llevaba un bonito vestido de color azul cubierto por una chaqueta fina y sujetaba en uno de sus brazos un bonito bolso. En su otra mano llevaba su maleta. También percibía que sería una mujer muy interesante, independientemente de su aspecto físico, por supuesto. 
Me giré percatándome de su presencia, pues era temprano y apenas había gente esperando a facturar. Parecía con cara de sueño. O tal vez con cara de preocupación. O tal vez triste, pero es algo que no quise averiguar. 

Más tarde, ya frente a la puerta de embarque, y quedando un asiento libre justo a su lado, lo ocupé. No tardamos en empezar a hablar. En esa charla descubrí que era de Ecuador, viviendo desde hacía muchos años en la ciudad suiza de Lausanne. Me dio la sensación que era una mujer luchadora. Tenía una capacidad de conversación admirable. En ese corto tiempo pudo hablarme de su familia, sus amistades, de la nostalgia de su país de origen, de lo hermosa que es su ciudad actual y de los dos maravillosos hijos que tenía. Sus palabras estaban cargadas de amor. Yo mostraba atención a cada una de ellas, a cada gesto, cada sonrisa. Realmente una mujer encantadora. 
Después de montar en nuestro avión, cada cual en su asiento, me perdí en la imaginación de lo tan hermoso que es conocer a distintas personas en la vida, aunque solo sea por un momento.

Al aterrizar en el aeropuerto de Munich y conectar cada cual con su escala, y aún estando dentro del avión, levantó su mirada desde el fondo del mismo, e hizo un gesto cariñoso como diciendo "encantada de conocerte". Pero esa no sería la vez definitiva que dejaría de verla, pues perdida en el aeropuerto, sin poder comunicarse con las personas a las cuales le preguntaba qué dirección tomaba para conectar con su vuelo a Suiza, me acerqué y la ayudé a recibir esa información. Y ahí sí, en su carrera hacia el pasillo que nos habían indicado, no volví a verla más.

Ese mismo verano, pero con el frío agosto de Sudamérica, en la terminal uruguaya de Colonia, estando a punto de subir al barco que me llevaría a Buenos Aires, casi tropiezo con una chica cuando me colocaba en la fila que ordenaba la subida a nuestro ferry. Vestía con unos vaqueros color gris, un jersey verde y unas zapatillas deportivas. Una chica joven, morena, con el pelo largo y ondulado, y con una cara preciosa. Destacaba su altura, pero sobre todo su sonrisa. "Parece que todo Uruguay va a subir en este barco", le dije haciendo referencia a la cantidad de gente que aguardaba para cruzar el Río de la Plata. "Bueno, yo soy Argentina, de Olavarría", me dijo con esa increíble sonrisa acompañada de ese acento encantador. La acompañaba su madre, que no me quitaba ojo de encima, para estar atenta y tener bajo control a su hijita Paola, que así se llamaba.

Durante la hora y media de trayecto, no paramos de hablar, sentados uno detrás del otro. De ahí saqué la conclusión que Paola adora su trabajo con niños pequeños, le encanta el deporte, sobre todo los de raqueta, bailar y hacer un poco la loca. Se pasó todo el viaje riéndose de mí. Tal vez sería porque al preguntarme qué haría en Argentina le dije que iba a Buenos Aires a participar en el concurso internacional de baile de tango, aunque yo creo que reía más por mi acento. Pero sin lugar a dudas fueron casi dos horas donde conocí a una chica tierna y dulce. Justo al llegar a nuestro destino, y cosa que ella no sabe, en los únicos 5 minutos que estuve a solas con su madre mientras bajábamos el barco, y ya más confiada ésta sobre mí, averigüé que Paola eligió a su madre para marcharse durante unos días a reflexionar sobre su vida. Creo que ese viaje le vino muy bien, y también pienso que lo fue el conocernos. Lindas personas ambas. Tampoco volví a encontrármelas más.

De esta manera conocí a tres personas totalmente distintas, en circunstancias diferentes. Esta es la maravillosa magia de viajar, de creer en el destino, de encontrarte a gente verdadera y maravillosa en cualquier parte del mundo y en el lugar más inesperado. Es un motivo más para viajar, además de conocer otras ciudades, otras culturas, otras formas de vida. Es algo que siempre hay que estar dispuesto a hacer, pues en cada viaje, en cada acontecimiento, o en cualquier Terminal mientras esperas, es posible que haya cerca una persona que puede aportar cosas positivas en tu vida, aunque solamente sea en una conversación, más allá de su procedencia, su apariencia física o su estatus social.

Pero sin duda, lo mejor de todo, es que esas tres personas están leyendo hoy esto.




Terminal 4 aeropuerto "Adolfo Suárez-Barajas", Madrid. Fotografía web de Aena.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Chanelle

Un sol camuflado entre nubes trataba de indicar que la mañana en Trois-Rivières, ciudad situada entre Quebec y Montreal, había comenzado. Yo me sentía nervioso. Pero eran unos nervios de emoción. Recuerdo que apenas dormí en toda la noche. Mi amigo Pierre St. Germain me había propuesto hacer una excursión que difícilmente olvidaría. Y no lo haría por muchos motivos.

La proposición de ir a ver la migración de las ballenas hacia aguas polares, concretamente hacía Alaska, en su búsqueda de alimentos y apareamientos era algo excitante. Y más aún si el avistamiento sería montado en un barco, y a escasos metros de estos mamíferos. Iba pues a ser algo único, apasionante, algo extraordinario. Pocas oportunidades se tienen de ver algo así. Sería un viaje de un día, se presentaba agotador, algunos cientos de kilómetros en una auto caravana, pero sabía que sería inolvidable. Antes debíamos recoger al resto de pasajeros.

A pesar que no era excesivamente temprano, ella salió de la casa con pequeños pasos. La mañana estaba un poco fría y llevaba una rebeca con capucha de color rosa, unos pantalones blancos y unas botas de agua blancas y con lunares de muchos colores. Su pelo dorado y sus ojos azules la hacían parecer como si saliera de una revista de moda. Yo desde mi posición la observaba disimuladamente viendo como se acercaba al vehículo en el que compartiríamos varias horas de viaje. Subió a la caravana y no me saludó. Aún parecía dormida. También daba la sensación de estar triste, pero no quería seguir mirándola. Era demasiado tímida como para que además se sintiera observada por mi.

El sol seguía jugando con las nubes, pero dejaba suficiente claridad como para ver el hermoso paisaje que pasaba frente a mis ojos como una exposición parpadeante de fotografías. Volví a mirarla y dormía. Su flequillo caía a un lado de su cara y su cuerpo iba inmóvil frente a mi asiento. Incluso dormida seguía mostrando su tristeza. Sus padres estaban más cerca del divorcio que nunca. Su madre, bebía a diario hasta emborracharse y hoy, iba durmiendo, aún oliendo al alcohol de la noche anterior, en la cama que estaba al fondo de la caravana. Ella estaba sufriendo todo eso, y yo lo sabía. Me gustaría que durante hoy al menos, se olvidará de todo ese dolor.

Nuestro viaje continuaba lentamente. Yo quería absorber cada momento y en la espera hasta llegar al destino veía una guía sobre el acontecimiento que nos esperaba al medio día. Y digo veía, pues estaba escrita en francés, pero ilustrada con bellas imágenes de ballenas, focas, morsas y leones marinos. Decido levantar la vista, y de repente percibo que ella me miraba disimuladamente a través de su pelo. Al darse cuenta, volvió a cerrar los ojos en un suave movimiento como sí estuviera despertando de un bonito sueño. Yo no bajé mi mirada esperando que ella abriera de nuevo sus ojos azules. Y lo hizo. Y volvió a cerrarlos. Era muy tímida!!

Mi entusiasmo por el viaje no era ajeno a lo que pasaba a mi alrededor y provocaba una gran necesidad de hablar con ella, sonreírle, mirarla sin tener que apartar mi vista debido a su timidez. Mi distracción por el hermoso paisaje solo era interrumpida por la curiosidad incitada en mí, hasta que, al fin, llegamos a nuestro destino. A unos pocos metros de nosotros ya podíamos ver el embarcadero, un pequeño edificio donde intuía que se gestionaba la subida al barco y un gran aparcamiento frente al mismo. Y fue justo en el instante en que Pierre estacionó el vehículo cuando, como si supiera en todo momento cuando llegaríamos a nuestro destino, se despertó, quitó torpemente el cinturón que la sujetaba al asiento, y salió de la caravana junto con sus dos hermanas mayores, sobre las cuales yo ni tan siquiera había prestado atención, como si solamente hubiera existido ella en el viaje.

Una vez estábamos todos subidos en el barco, y pasados los momentos de su salida del embarcadero, buscando el mejor lugar para avistar estos animales marinos, la vi con su capucha rosa cubriendo su cabeza, junto a una de sus hermanas. Me acerqué a ellas, y mirando a su hermana, ésta entendió que la quedaría en buenas manos y se marchó buscando otro lugar. Toqué su hombro para que se percatara de mi presencia. Ni siquiera giró su cabeza. Su mirada seguía fija en el océano. Sabía que era yo quien la tocaba. De repente, y sabiendo que no iba a rechazarme, la cogí de la mano, la apreté suavemente para llamar su atención, me miró, y yo le sonreí. El momento era mágico. En medio de la nada, donde solo se escuchaba el ruido del agua chocando contra el barco. No me rechazó.

Una vez mar adentro, empezamos a ver a estos animales en su suave pero a la vez pesado desplazamiento. El escenario era algo increíble, maravilloso. Ella empezó a inquietarse de la emoción. No era para menos. Ver a ballenas buscar la superficie para respirar a apenas unos metros de distancia de nosotros, es algo sensacional, sobrecogedor, emocionante. Al pasar una ballena con su cría, señaló agitadamente, movió mi brazo enérgicamente indicándome el lugar, y emitió un ligero chillido por la emoción. Su desconocimiento de mi idioma, pues solamente hablaba francés, le impedía contarme todas las sensaciones y emociones que estaba sintiendo. Durante dos largas horas me llevaba de la mano de un lugar a otro del barco, indicando con sus dedos a todos lados, viendo focas, leones marinos, morsas. Gestos repetitivos de una alegría que parecía que llevaba toda la vida reteniendo en sus adentros. Ella disfrutaba el espectáculo que la naturaleza le estaba regalando, y yo no quitaba mis ojos sobre ella. Así hasta que llegamos al embarcadero de nuevo pasada las últimas horas de la tarde.

El viaje de vuelta en la caravana fue todo lo contrario al que habíamos tenido en la mañana. Reíamos, cantaba con sus hermanas canciones en su idioma, jugábamos a distintos juegos, todo ello sin alejarse de mi lado. Estábamos disfrutando del momento, hasta que, mientras veíamos de nuevo la revista donde se ilustraban los animales marinos que habíamos observado horas antes, me cogió la mano, apoyó su cabeza en mi hombro y cerró sus ojos azules para dormir. Afuera ya había anochecido, y yo me quedé totalmente rígido en mi asiento para que no se despertara con mis movimientos, y dejarla que siguiera soñando, a buen seguro, con ballenas, morsas, focas, y porque no, que siguiera soñando conmigo y el momento que habíamos vivido juntos.

Un poco antes de la medianoche llegamos a su casa. Había sido un viaje increíble, sobre todo la última parte del mismo. Su madre se acercó a ella desde la parte de atrás de la caravana, la cogió del brazo, y la despertó bruscamente de su sueño. Yo miré el gesto con tristeza y salí tras ellas. Avanzados unos metros y ya casi perdida en la oscuridad, se paró, se deshizo del brazo de su madre, y como si se hubiera olvidado de algo, a pesar que aún iba casi dormida, se giró dirigiéndose hacia mi que aún estaba junto a la puerta del vehículo. Vi como se acercaba y cuando estaba cerca de mí, pude apreciar el brillo en sus ojos y la sonrisa que había tenido durante toda la tarde. Como si supiera lo que iba a hacer, me agaché, y recibí un beso en la mejilla. El beso más bonito que jamás me habían dado. Me miró, volvió a sonreír, y se marchó. No me quedó ninguna duda de que, al menos durante ese día, había sido la niña más feliz del mundo.

Se llamaba Chanelle.



Chanelle, hija de Pierre St. Germain. Canadá. Fotografía de Jesús Apa

viernes, 5 de septiembre de 2014

5 Coronas

Cualquier viaje se presenta imprevisible, apasionante, misterioso. Su disfrute puede depender de muchos factores. Del estado de ánimo del viajero, de la cultura del país a donde vamos, pero sobre todo, de las personas que nos encontremos en el camino. Incluso todo esto nos invita aún más a viajar. Esta es la historia de un viaje cualquiera, a un destino cualquiera, de dos personas que jamás se han visto ni se conocen. Esta es la historia de "5 Coronas".


Era un 10 de agosto del 2010, salgo del avión, y percibo una agradable brisa. A pesar que el sol está en su punto más elevado, ilumina el verano de Tallin de manera delicada y suave. Aún así, percibo mi cuerpo pesado, posiblemente fruto del cansancio mental en el que me veo sumergido. Va a ser un viaje de trabajo, un viaje difícil, tendré que poner a prueba mi inglés, y será la primera vez que me relacione con ciudadanos del norte de Europa. Ni tan siquiera he querido buscar información sobre su tipo de vida, ninguna referencia. Es una aventura en todos los sentidos. Lo pienso aún más, cuando tomo contacto con los grupos que nos esperan. Gente de Estonia, Letonia y Finlandia. Por lo general, personas de carácter serio, silenciosos, y porqué no decirlo, apariencia física bastante distinta a la que tengo como habitual encontrarme. Subimos todos al autobús que nos llevará a una ciudad cercana donde conviviremos varios días.

Me acompañan 4 españoles en el grupo. Nos miramos, sonreímos, nos vamos aclimatando a la situación durante el trayecto. El silencio proporcionará más tensión, con lo cual, comenzamos a charlar entre nosotros. Sigo a la espera pues de practicar mi casi olvidado inglés. Será más tarde, por ahora no. Nos vamos envalentonando, pero siempre en una conversación con marca hispana. Las risas, producto de los nervios, despiertan las miradas de algunos miembros del resto de grupos. Miradas siempre tiernas y agradables, aduciendo al desconocimiento del lenguaje, pues nuestras conversaciones hacían referencia a lo que iba a suponer estar cinco días con personas tan distintas a nosotros. Es cuando, mi mente cansada y aturdida decide olvidarse de pensar para mis adentros, y así comentarle a mi grupo de manera directa; "vaya gente rara y menudo viajecito que nos espera". De repente, un tipo de tez blanca, rubio y con ojos azules, que va sentado a mi lado y solo separado por el pasillo del bus, me dice en un perfecto castellano y con una sonrisa que no desaparecería en todo el viaje, "antes que podáis decir alguna burrada, te informo que hablo español". 

A partir de ese momento, comienzan a conocerse dos personas distintas en un país extraño. Sin qué ni porqué, hablas de tu vida con un desconocido. De tu familia, tus amigos, tu trabajo, tus sentimientos. Complicidad, alegría, risas y confidencialidad acompañan nuestros días. Es justo así como surge la amistad. Una amistad que puede durar solamente los cinco días de nuestra estancia en Estonia ya que, como suele ocurrir en estos casos, será muy difícil volvernos a encontrar.


Cabe pensar que si dos personas están de encontrarse, lo hacen. En cualquier lugar del mundo, el día menos esperado. Pero también el sentido común hace que pienses todo lo contrario. Dos personas que se han conocido fruto de la casualidad, a las cuales solo une un viaje, lo más normal es que no vuelvan a encontrarse en la vida y aún con más motivo, viviendo ambos en lugares muy distintos del planeta. De nuevo siento la aflicción de pensar que conoces a alguien que merece la pena pero que debido a la distancia no formará parte de tu vida.

Pero podría decir que desde esos días admiro la gente que cree en el destino. Aquellas personas que se entregan a lo mágico, a lo extraordinario, a lo especial. Aquellos que aseguran que las cosas ocurren por algún motivo más allá de las casualidades. Y yo necesitaba creer en algo parecido.

Nuestro último día en Tallin lo pasamos con el grupo finlandés recorriendo la ciudad, y especialmente él y yo sumergidos en la conversación y disfrutando de nuestro último momento antes de partir cada cual a su destino. Recuerdo con total claridad esa mañana y todo lo que ocurrió a continuación...

Fue saliendo juntos del restaurante donde comimos antes de despedirnos para ir al aeropuerto cuando, como si fruto del destino fuera, encontré tirado en el suelo un billete de 5 Coronas, la moneda de Estonia. Me agaché pausadamente a recogerlo, pensando en qué hacer, me dirigí hacia él, y partí el billete por la mitad diciéndole, "si estas dos partes vuelven a encontrarse alguna vez en la vida, será señal que nuestra amistad continuará"!!!

Desde aquel preciso momento nunca 5 Coronas tuvieron tanto valor.


Medio billete de "5 Coronas". Fotografía de Jesús Apa.



lunes, 1 de septiembre de 2014

Decir adiós

Siempre he amado viajar, cualquiera que fuera el destino y la forma de hacerlo. Esa sensación de sentir que durante un periodo de tiempo, ya sea corto o largo, formarás parte de otra vida, otro lugar, otra cultura, es algo único. Pero es cierto que mi manera de preparar un viaje ha cambiado a lo largo de los años. Y evidentemente, no estoy hablando de preparar una ruta turística, buscar un buen vuelo, o el simple hecho de hacer una maleta, porque, la maleta va cargada de equipaje, pero vuelve llena de experiencias. Es por ello, que de un tiempo a esta parte, más que preparar una bolsa donde metes lo necesario para ese periodo de tiempo, suelo dedicarme a "preparar el corazón".

Quiero creer que todo es positivo. Leer algo sobre un lugar determinado te traslada hacia allí, tener experiencias en ese lugar, te hace no volver nunca de él. Cada vez con más insistencia, soy de los que pienso que cuando finaliza un viaje, comienza otro en tu interior aún más apasionante.

En todos y cada uno de mis viajes he conseguido quedar atrapado por algún motivo. Ya sea por las personas que me han acompañado en él, ya sea por la inyección moral que me causó ese viaje, o bien por las personas que me encontré en el camino. Personas, que de una manera u otra ya no saldrán de mi vida y dejarán huella en ella. Pero no puedo negar que a veces resulta duro conocer a gente interesante en la vida, y pensar que jamás volveremos a encontrarnos con esa persona.

Jorge Machado es un uruguayo de "pro". A pesar que en su día su condición política le hizo desertar de su país y buscarse la vida en otros lugares del mundo, sus orígenes le hicieron regresar a su patria. Con corazón humilde y mente íntegra, y unos ojos increíblemente azules que resaltan aún más con el blanco de su cabeza, Jorge me acompaña de alguna manera en este viaje al Uruguay. Le encanta compartir mesa y disfrutar de una buena conversación. Hospitalario, generoso, sencillo, y descarado, como no. Sabe como tratarte, respeta tu tiempo, tu libertad, tu "derecho" a disfrutar de la soledad que toda persona necesita en un viaje.

Le gusta que le hable de cómo vivo, qué hago, cómo es mi rutina, y porque no, le gusta curiosear, y lo hace de la manera más respetuosa y sutil que jamás he visto. Pero ya tiene sesenta y tantos y "chochea". "Pero Jorge, cómo me haces esas preguntas?", le espeto ante otro atrevimiento suyo. "Voooo", me dice casi cantando, la palabra más repetida por un uruguayo, "son preguntas sin malicia", continúa diciendo, siempre mirándome fijamente con sus ojos color cielo. Es un experto en querer saber sobre la vida amorosa de uno. No puedo negar, que incluso con ese descaro, ha hecho que se convierta en una persona admirada y querida por mí.

Esa noche iremos a cenar juntos. Pero no es una noche cualquiera. Sorprendentemente infiel a su puntualidad, Jorge me espera. Eso ya hace que nuestro encuentro está siendo diferente. "Vooo, que linda noche", me dice con cierto halo de tristeza para justificar cualquier ausencia de abrigo en su vestuario. Entramos en el restaurante y pasamos desapercibidos entre el resto de comensales. No hay mucha gente. Buscamos una mesa, y como de costumbre, ocupamos dos. Somos altos, y queremos comodidad.

Pero hoy Jorge se muestra distinto. Es difícil ver nervioso a una persona con tanta templanza. "Y qué has hecho esta tarde?", le pregunto por segunda vez. "Pasé toda la tarde planchando y preparando la maleta", me dice sin dejar de mirar su teléfono. "Es bonito Bolivia?", continuo con objeto de saber más sobre el que será su destino por unos días y darle movilidad a la conversación. "Vooo, es precioso. No lo conocés?", me responde sin levantar la mirada. "Jamás vi mujeres más lindas que en Santa Cruz", continua diciendo para ensalzar a la madre de sus hijos, boliviana ella.

Jorge "vive" la conversación como sumergido en una burbuja con cristal opaco, turbio, de color mate. Es evidente que no está siendo una cena cualquiera. No es una cita más. Finalizamos el postre. Casi con ritmo acelerado, inusual en él, pide "la boleta", y salimos por la puerta principal del restaurante. El clima no ha variado, signo éste del poco tiempo que estuvimos adentro. 
Como cada noche, me acompaña al hotel, pero esta vez decido yo poner el ritmo a la caminata. Un ritmo que me permita tener tiempo, para pensar qué está ocurriendo, y es fácil llegar a la conclusión. Es la hora de decir adiós!!!.

De repente, empiezo a entender ciertas cosas. Empiezo a comprender el aura de tristeza que envolvió nuestra velada. Acabo de caer en la cuenta de cuan difícil será esta vez decir adiós. Con bastante probabilidad, jamás volveremos a vernos, y comienzo a pensar en la dificultad de mi despedida, y tal vez, de la suya. Prueba de ello es la ausencia de palabras en nuestro trayecto, más corto que nunca. 

Su mano en mi hombro señala que ya hemos llegado. Su cuerpo erguido y pesado gira hacia mí buscando el abrazo. Tres palmadas en mi espalda hacen que mi voz temblorosa se adelante a anunciarle, "es hora de decir adiós amigo mío". Nuestros cuerpos se separan, y levantando su cabeza tan solo me dice "cuídate mucho amigo Jesús". Por un momento nos quedamos mirándonos, y es cuando percibo que sus ojos han perdido su color natural. Ya no son azules, su tono es otro, mucho más oscuro, y es posible que hayan estado así durante toda la noche. Gira hacia atrás, esta vez muy lentamente, y sus pies, más pesados que nunca, empiezan a alejarse de mí. Sin moverme de mi sitio, apenas sostenido por el balanceo de mis piernas, y aún contemplando su figura a lo lejos, pienso lo terriblemente difícil que resulta "decir adiós". 
A partir de ahora, siempre diré "hasta pronto".





Jorge Machado. Montevideo, Uruguay. Fotografía de Jesús Apa.