viernes, 25 de diciembre de 2015

Ocurrió en Nazaret

Darío y Emelina cuidan del rebaño, mientras su padre atiende en casa las necesidades de su madre, la cual les ha traído al mundo un hermanito hace apenas unos días. Ellos mismos asistieron al parto y ayudaron a su madre en la tarea de dar a luz. Pero ahora han cogido la responsabilidad de vigilar las ovejas de la camada, que pastan en las áridas tierras de Nazaret, una pequeña aldea en la región de Galilea. Su padre confía plenamente en ellos, pues bien se encargó de transmitirles los valores de la humildad y honestidad, además de hacerles ver la importancia del trabajo y de cuidar de la familia.

Emelina, siempre tan inquieta, le gusta corretear por el campo y curiosear todo lo que le alcanza ver desde el punto más elevado de cualquier monte. Va llegando la hora de volver a casa con el rebaño, pues ya casi ha anochecido, pero aún así divisa a lo lejos a un señor de mediana edad, con una túnica azul, y una poderosa barba cana que contrasta con su indumentaria. Camina delante mientras tira de un burro, sobre el cual va montada una mujer con una túnica celeste y un velo blanco; ambos parecen realmente agotados. La poca luz que cae sobre el invierno de Nazaret, no permite a Emelina ver en qué sentido continúan su marcha, aunque advierte que quizás han girado en dirección al establo donde guardan el ganado.

Correteando con sus traviesas piernecitas, va en busca de su hermano mayor para ayudarle a juntar el rebaño e iniciar el regreso a casa. Mientras, le va diciendo a Darío los nombres que ha pensado para su nuevo hermanito, y relatando todo cuanto le ha ocurrido en ese día, incluido la extraña pareja que ha visto hace escasos minutos. Pero éste no guarda mucha atención, pues ésta la necesita para ir contando todas sus ovejas y asegurarse que ha realizado bien sus tareas pastoriles, y así mostrar a su padre que hizo bien en confiar en él para ocuparse del trabajo.

Es justo a escasos metros del establo, cuando ven un burro junto a la puerta, y es entonces cuando Darío pide a Emelina más información sobre las dos personas que ésta había visto poco antes. Movidos por la curiosidad más que por el miedo, ambos deciden entrar en el establo. Allí encuentran a la mujer, tendida sobre una improvisada cama de paja, hecha dentro del pesebre que allí tienen para dar de comer a su buey, el cual permanece tranquilo a escasos metros. El señor con barbas, los observa fijamente, con mirada perdida y quizás asustada. Ambos hermanos saben perfectamente lo que está a punto de ocurrir, pues días antes lo han presenciado asistiendo a su madre. Darío toma el control de la situación, y agarra entre sus brazos lana de oveja que tiene amontonada en un rincón del establo, mientras Emelina va en busca de un recipiente con agua.

El señor, al cuál la mujer llama José, sigue perplejo y asustado, mientras ve como los dos pequeños ayudan a su mujer María, a incorporarse para colocarle a los lados de su cintura la lana de oveja y un poco más de paja. Darío acaba de quitarse su camisa, pues los gemidos de la mujer le indican lo que está a punto de ocurrir, y la tela le ayudará a tirar hacia sí del bebé. Emelina anda preocupada por la temperatura del agua que hay en el barreño, pero no parece ni tan siquiera asustada por lo que está presenciando. Se lo acerca a su hermano, intuyendo que pronto la necesitará  y sabiendo que todo debe salir bien. María, se deja llevar, y cierra los ojos confiando en esos chicos, a la misma vez que empuja tan fuerte como puede.

Apenas si Darío advierte la cabecita del bebé, lo cubre con su camisa, y tira de él suavemente, acompañado por el empuje de María. El niño, porque es macho, cae y amortigua levemente sobre el gran ovillo de lana, para acto seguido ser introducido en el barreño de agua, donde es ayudado por Emelina en lavarlo. Mientras el recién nacido llora, Darío ha agachado su cabeza al barrero y con sus propios dientes ha separado el cordón que unía al pequeño con su madre. Rápidamente, ha sacado al niño del barreño para envolverlo nuevamente en el ovillo de lana. Los dos hermanos, ahora sí, ayudados por José, incorporan al bebé y lo acercan al pecho de María, quien llora de manera emocionada, mientras le dice a su marido, que el niño deberá ser llamado Jesús. La fortaleza de los pequeños pastores ha sido desmesurada, inimaginable. 

Pero de pronto, algo asombroso ocurre. Por una de las ventanas, una poderosa luz aparece. Cada vez más potente, cada vez más brillante. María y José, ni tan siquiera se estremecen, pero los dos hermanos cada vez están más asustados. Sobre todo, cuando de repente presencian cómo una gran estrella blanca cubre todo el establo, y del techo van bajando pequeños ángeles batiendo sus alas. Asustados, salen corriendo despavoridos en dirección a la casa donde están sus padres, a apenas unos cientos metros de distancia.

De un fuerte golpe entran en casa, atemorizados por lo que acaban de presenciar. Sus padres los observan también asustados, pidiéndoles que les cuenten qué es lo que les ha ocurrido para que vengan tan impresionados. Es entonces, cuando Darío saca fuerzas y empieza a relatarles todo lo acontecido. El pesebre, el señor con barbas llamado José, la señora María, el recién nacido llamado Jesús; pero sobre todo, la gran estrella blanca que cubre el establo, y los pequeños ángeles bajando del techo. Haciendo hincapié en que no ha sido ninguna visión, pues Emelina ha visto todo aquello al igual que él. Los padres los escuchan boquiabiertos, pero no parecen asustados, más bien sorprendidos e incluso jubilosos.

El joven, precisa calma, y su padre se acerca hacia él para tomarlo del hombro y tranquilizarlo, mientras éste busca su regazo. Emelina, hace rato se ha refugiado en los brazos de su madre. Darío, levanta su cabeza, y aún de manera temblorosa, le dice; "Padre, no te preocupes, que nadie jamás se enterará de todo lo que ha pasado esta noche en el establo". 

--"Querido hijo, todo lo contrario. Lo que acaba de ocurrir, deberá saberlo todo el mundo; ha nacido el hijo de Dios. Ha nacido Jesús de Nazaret." -- 



Nápoles, Noviembre de 2015. Fotografía de Jesús Apa.
      

          

viernes, 18 de diciembre de 2015

Las niñas bonitas

Me acerqué sigilosamente a los pies del mar. En mi paseo matutino, y cargado de tiempo, decidí curiosear y observar sobre todo aquello que encontrara a mi paso. Dos chicas charlaban animadamente junto al embarcadero a la par que atendían sus teléfonos, y a pesar que ya me encontraba a apenas unos pasos de las dos, no guardaron reparo en que pudiera escuchar lo que una de ellas comentaba a la otra. Entonces, oí que le decía; 

"Al pasar la barca, decidí quedarme aquí y no subir, pues me sentí ofendida."

--¿Cuál fue el motivo del tal ofensa?--, preguntó su amiga extrañada.

"Pues que al pasar la barca, me dijo el barquero, que las niñas bonitas, no pagan dinero; Y yo no soy bonita, ni lo quiero ser; yo pago dinero, como otra mujer".


De repente se giró, advirtiendo mi cercana presencia, esperando a que yo excusara mi atrevimiento de escucharlas descaradamente. Fue entonces, cuando más que disculpar mi osadía en situarme cerca de ellas para saber qué hablaban, quise argumentar y justificar aquello que a ella le molestaba, diciéndole...;


"Yo creo precisamente, que es lindo encontrarte con niñas bonitas, si tanto te ofende lo que te dice el barquero. En cualquier chica puedes encontrar una niña bonita, pues hay muchas maneras en las cuales este concepto se manifiesta. Te puedo contar muchas de estas formas.... 


Las niñas bonitas se pintan los labios y las uñas de rojo, pero te las puedes encontrar con los calcetines a rayas o las braguitas con dibujos, y en cualquier caso les encanta que alguien les diga lo guapa que están. Aunque a veces se levanten con mala cara y ellas mismas se mueran de la risa frente al espejo.


Les encanta ver una foto en la cual salen guapas, aunque realmente salen guapas en todas, pero esa fotografía en particular la ven una y otra vez. Les encanta la ropa, los bolsos, y siempre dicen que no tienen nada que ponerse aunque su armario esté lleno. Se miran una y otra vez las zapatillas que están estrenando, o el reloj que tanto les gusta. Les vuelve locas abrir el paquete que están esperando, aunque sepan de sobra lo que es, porque ellas mismas compraron lo que hay dentro. Les encanta llevar botas de goma, con florecitas, por eso les daría pena mancharlas de barro.


Las niñas bonitas tropiezan mientras se visten porque siempre van con prisas, comen lo mismo más de una vez a la semana y pierden el tiempo mirando cosas que no importan a los demás. Olvidan su ropa interior en cualquier lugar y respiran aliviadas cuando nadie lo ha descubierto. No quieren que alguien las vea bailar, por eso mueven el pie cuando van en autobús y suena la música. Aguantan la respiración mientras pasan un túnel y no pestañean hasta que el avión no aterriza.

Les encanta dar un paseo por la playa, tomar una cerveza en una terraza un día de invierno pero que ha salido el sol. Un día de lluvia y niebla frente a una chimenea, un paseo por el campo en otoño o primavera, y decir siempre que tienen frío porque les encanta exagerar. Encender la radio y que esté sonando la canción que les gusta, mientras sueñan con una boda preciosa en un sitio romántico escuchando esa música de fondo.

A las niñas bonitas no les gusta demasiado hacer deporte, pero sí lo bien que se sienten cuando han acabado de hacerlo. Odian las mudanzas y deshacer maletas, pero sueñan en cómo decorarían su casa, su patio o jardín. Les da miedo el mar con muchas olas, un gato de mal humor, o pensar que les saldrá algún bicho cuando pasean por el campo.

Les da miedo escuchar ruidos extraños, andar sola por la noche, o que se vaya la luz cuando no hay nadie en casa. Lloran cuando ven una película triste, pero se mantienen fuertes cuando tienen que secarle las lágrimas a alguien a quien quieren. Les da miedo que les ocurra algo a quienes les importan, y les encanta hacer felices a esas personas con cualquier tontería.

Las niñas bonitas para decir "te quiero" besan en los párpados, respiran cuando las muerden o algún bebé les tira fuerte del pelo. Les encanta ver a éstos recién nacidos, mientras más arrugaditos mejor, y les gustan sus ropitas pequeñas. Les encanta programar y pensar en un viaje, descubrir un sitio, un pueblo, un bar o restaurante y en el cual pensar en volver. Un café recién levantada, beber una cerveza con mucha sed y comer una tortilla de patatas recién hecha.

Las niñas bonitas juegan con los niños pequeños, y adoran charlar y pasar tiempo con las personas mayores. Les gusta recibir cariño, conocer a gente que se convierten en importantes en su vida, pero también hablar con amigas que aunque pasen veinte años siguen siendo sus amigas, o también coincidir con gente que les tienen cariño en un sitio inesperado. 

Las niñas bonitas son más bonitas por lo que quieren saber que por lo que ya saben. Las niñas bonitas besan, ríen, lloran, bailan, saltan, se rompen las medias nada más estrenarlas, se caen, leen y releen el mismo párrafo cien veces porque andan despistadas, se equivocan, piden perdón, te abrazan, te estrujan, chillan, sienten escalofríos, a veces son insoportables, otras veces imprescindibles.

Las niñas bonitas viven, y sobreviven. El mundo entero debería estar lleno de niñas bonitas."

Ella se quedó callada, con la boca entreabierta, pero había escuchado atentamente cada una de mis palabras. No esperé respuesta alguna, y ella tampoco quiso darla. Me despedí con un gesto cariñoso, y mientras me marchaba, observé cómo de nuevo se acercaba un bote. Al llegar a la altura del embarcadero, pude escuchar a mis espaldas;...

..."como buen barquero, te vuelvo a decir, que las niñas bonitas, no pagan aquí".

Entonces me giré, y vi como ambas me sonreían con un guiño. Subieron al bote,.....¡Eran niñas bonitas.!  




Positano, Italia. Noviembre de 2015. Fotografía de Jesús Apa.
  

viernes, 11 de diciembre de 2015

Quien ama, vive o muere

Permíteme que te diga,
que el amor que te espera
no conoce tristeza ni pena.
Sí locura y ni tan siquiera fatiga.


Que a la vida hay que hacerle un guiño,
busca, pues existen varios caminos, 
todos ellos llamados destinos,
con piedras manchadas de cariño.


Que a veces disimulo mis emociones,
contrastado por la dulce apariencia,
metido de lleno en mi inocencia,
pero con la camisa hecha jirones.


Que si algún día festivo tienes,
no lo malgastes con ningún derroche,
disfruta de su día y su noche, 
y que besos prolongados dieres.


Locuras precipitadas y jadeantes,
de lindas y precisas miradas,
de merecidas personas ilusionadas,
buscando las razones que se fueron antes.


Ocultando la emoción que dominaba,
lisonjera, risueña y cómplice;
sabionda, astuta y dulce,
rescatada para ser amada.


Dos senderos cuesta arriba,
a cada lado de la montaña,
donde cada cara era extraña,
hasta que ambas lleguen a la cima.


Vaporosas nubes pasaran,
cubriendo a ratos el sol,
alumbrando que llegue un amor,
parecía como que respiraran.


Pon lo justo en la balanza.
Enfría el líquido sediento.
Cocina para los hambrientos,
pero ama sin tardanza.


Que el amor acepta las mezclas
aunque tiene razón y precisa espera.
No hay nadie que riña a una higuera, 
por el hecho de no dar cerezas.


Atrévete y no temas, y que sea lo que fuere.
Quien juega, gana o pierde.
El alma, se enfría o hierve.
Quien ama, vive o muere.



Cabeza la Vaca, Comarca de Tentudía. Diciembre de 2015. Fotografía de Jesús Apa.




viernes, 4 de diciembre de 2015

Mensaje en una botella

Nadie confiaría más en el destino, que quien escribe cualquier mensaje en algún papel, lo introduce en el interior de una botella, lo lanza al mar, y espera a que sea leído por alguien en cualquier lugar del mundo. Existe algo de peculiar en colocar un mensaje en una botella y lanzarlo al mar, pues una mezcla de esperanza y suerte se aúnan con un único propósito; decir algo a alguien, que sin saber si pueda parecer importante o no para el receptor, sí que lo es para quien lo escribe, y que confía en que produzca un efecto, al menos conmovedor. Porque, ¿cómo de importante debería ser el mensaje, para que al menos después de tentar a la suerte o al propio destino, mereciera la pena que llegara a la persona adecuada?.

Los mensajes de botella han sido materia de sinfín de relatos. Algunos románticos, otros de naufragios, otros nos permiten conocer la vida de navegantes, o bohemios que lanzan sus mensajes al mar por pura curiosidad. Desde la antigüedad se utilizaron botellas selladas para conocer el comportamiento de las corrientes marinas. Todos llevaban algún sentido.

Podríamos dar mil vueltas a la cabeza, y no sabríamos qué mensaje escribir, ni tan siquiera el efecto que pudiera provocar en quien lo leyera. Algún pensamiento o conocimiento que quisiéramos transmitir. Pero es más, siempre quedaría la intriga de por quién es recibido, si para esa persona sería comprensible el texto, o si le daría la suficiente importancia como para provocar algún tipo de curiosidad. Eso, suponiendo que la botella en cuestión, tuviera la suficiente suerte como para acabar en alguna playa habitada, o llegara a salvo y no acabara destrozada en el golpe con alguna roca o algún casco de un barco.

Por eso, son muchas las ocasiones, en las cuales el creador del mensaje, indica de manera explícita que éste sea contestado de vuelta por el receptor, y así comprobar la alianza que ha tenido con el destino, sin a veces importar en absoluto el mensaje en sí. Tampoco sabría el receptor en qué condiciones se escribió el texto, ni el estado de ánimo del emisor del mismo. Podría ser por un simple amor a la aventura, en este caso de una botella, con un mensaje en su interior.

Pero, si tuvieras que escribir cualquier mensaje en una botella, sabiendo que jamás llegaría al destinatario que tú desearías, pero que sin embargo, es en este caso el sentido del mensaje, lo más importante, ¿qué cosa escribirías?.

Yo he pensado, que quizás pasaría como esa historia, en la cual....

"Cuentan que en un pequeño pueblo pesquero, un padre y su hijo pequeño, salían a faenar a diario mar adentro. Tuvieran suerte o no en la pesca, la principal preocupación del padre, era transmitir los mejores valores posibles a su hijo. Consejos, sugerencias, recomendaciones, y todo tipo de advertencias eran contadas por el padre para el aprendizaje de su hijo.

Éste, en la mayoría de las ocasiones, no mostraba la atención necesaria, pues prestaba más cuidado a la bravura del mar y a las dificultades que éste pudiera proporcionarles, pues su padre ya era mayor, y aunque se encontraba enfermo y cansado, se negaba a cederle definitivamente el testigo a su hijo.

Así ocurría a diario; padre e hijo se echaban al mar, y mientras el primero no paraba de dar instrucciones y consejos a su hijo, éste ni atendía a tales cuestiones, a pesar que pudieran llevar la mejor de las intenciones. Pero veía a su padre tan mayor, que pensaba que ya tendría poco que aprender de él. 

Un día, en el cual el hijo no podía ir a pescar, su padre decidió salir solo, cuando de repente el tiempo cambió bruscamente y una gran tormenta provocó grandes olas y marejadas. Un gran peligro acechaba a quien hubiera salido a la mar en ese día, pues no era la primera vez que ese tipo de tempestades provocaron grandes tragedias. Solo quedaba rezar y confiar en que la suerte se aliara con su padre, pues no se podía hacer otra cosa.

Al día siguiente, y ya con las aguas en calma, un grupo de personas salieron a buscar a los pescadores, que decidieron el día anterior adentrarse en el mar, y no hubo rastro de ellos. Varios días más tarde, el pequeño barco de su padre apareció destrozado sobre las rocas de un acantilado, y cualquier esperanza de vida se esfumó desde ese mismo día.

El pequeño hijo, abatido y hundido, se lamentaba profundamente de no haber podido salir esa mañana a faenar con su padre, y de alguna manera pensar que quizás le hubiera salvado la vida. De algún modo, le hubiera gustado volver atrás, y atender todos y cada uno de los consejos que su padre le daba, o al menos le gustaría volver a escucharlos. Ahora es cuando los echaba de menos y les daba la importancia necesaria. Es que además, ni tan siquiera pudo despedirse de él

Furioso y enojado con el mar, quiso maldecir de algún modo aquella enorme tragedia que había sufrido. Así pues, se le ocurrió escribir algún mensaje lleno de odio, lanzarlo al mar, y que al menos quedara escrita toda su ira. Cada día anotaba en un papel algún mensaje, y que así el mar se enterara de su rencor, pero como lo que escribía no le parecía lo suficientemente ofensivo o insultante, lo rompía para pensar en otro peor aún. Su odio era enorme, pues el mar que tanto amaba, se había portado demasiado mal con él.

Entonces un día, cuando pensaba que ya tenía el mensaje que necesitaba para introducirlo en la botella y lanzarlo al mar, fue cuando pensó en el error que estaba cometiendo, pues quizás nada de eso haría que pudiera recuperar a la persona que había perdido. Quizás de todos aquellos papeles que había escrito, e incluso el que pensaba que era el adecuado y llevaba la suficiente ira escrita, ninguno llevaría el verdadero mensaje que tal vez debería portar. Pues cayó en la cuenta, que si a alguien le correspondía llegar algún mensaje, aunque tampoco entonces pudiera leerlo, pero sí de algún modo recibirlo, sería a su padre.

Entonces, sacó el escrito de odio del interior de la botella, para escribir otro en su lugar, y del que no tuvo ninguna dudas de cual sería su mensaje. Ese, que debería haberle dicho una y otra vez, pero que nunca hizo, aún sin saber por qué motivo.

Así que, sin dudarlo un momento, cogió el papel que introduciría en la botella para acto seguido lanzar al mar, escribiendo el mensaje de... "¡GRACIAS!".

P.D. Dedicado a mi padre, quien perdí hace 27 años, y del cual no pude despedirme.


Fotografía cedida.