viernes, 23 de febrero de 2018

Ave María Purísima

Llevaba años viajando de un lado para otro, sin un rumbo fijo, solo viendo mundo y, sobre todo, sintiendo como éste iba cambiando. Era consciente que todo llevaba otra velocidad distinta a la que había estado acostumbrado, de ahí que supiera que se necesita acelerar cada vez más para ir a la par. Pero, ¿a la par de qué? ¿de quién? "Supongo que al mismo ritmo de todos, del propio sistema", pensaba para sus adentros tratando de auto convencerse.  

También llevaba tiempo meditando la posibilidad de asentarse en algún lugar, cogerle cariño a algún sitio, a alguna mujer, hacer nuevos y definitivos amigos. Sentar unas raíces, cosa que no había conseguido aún en ningún lugar. Ese sitio parecía el adecuado, y además pensaba que ahí podría vivir usando su arte; solo precisaba de sus manos, su cabeza, su imaginación.

¡Y llevaba tanto tiempo desconectado del mundo! Lo primero que tenía que hacer era ponerse al día de todo, saber qué es lo que se necesita para acomodarse en algún lugar, empezar a hacer cosas nuevas, cosas típicas, seguramente esas que jamás pensó en hacer. Lo que la gente hace y practica digamos que casi a diario, embaucarse en esas experiencias. Así llegó a aquella plaza, de aquel pueblo cualquiera, sentado en ese frío banco de mármol, esperando que se le ocurriese algo que hacer para ir empezando. Podría ser una actividad cualquiera pero, ¿cuál?. Tal vez algo sencillo con lo que arrancar y sentirse bien para probar después con más, pero nada le llegaba a su mente.

En esas que pasó delante suya un señor vestido de negro, un hombre de mediana edad, alto y corpulento, con un pesado caminar. Su crecida barba, su disparatada calvicie y el arrastrar de sus pasos podían indicar que estábamos ante un señor tal vez descuidado, quizás aburrido con su vida, o es posible que decepcionado con su sino. Pero el alzacuellos blanco que cerraba su vestimenta justo bajo la barbilla, daba sentido a su apariencia. Entró despacio en la iglesia y cerró la pesada puerta tras de sí. Él aún sentado, quedó por algunos minutos pensativo. Al poco decidió levantarse del banco y siguió los pasos de aquel sacerdote para llevar a cabo su ocurrencia.

El edificio era amplio y frío, como todas las iglesias que recordaba haber pisado en su ya olvidada infancia. Una música suave provenía de gargantas gregorianas que daban eco a través de unos altavoces que pendían de algunas columnas. El suelo desgastado de mármol había dejado de contar sus innumerables pisadas y su reflejo se perdía con el comienzo de cientos de bancos de madera. En el centro de la iglesia, dentro de una pequeña casita de madera, estaba el cura sentado, con medio cuerpo a la vista y una indumentaria (la oficial para esos casos) que contrastaba con unos guantes negros que, dejando ver sus dedos, manejaban un teléfono móvil.

Al lado de la citada casita, lo que parecía el espacio reservado para quien quisiera hablar (confesarse en este caso) con el sacerdote. Mientras sus pasos iban en esa dirección, notó cierto nerviosismo, máxime aún cuando el cura levantó la mirada hacia él y dirigió sus ojos en un descarado sube y baja como de quien quiere memorizar a un individuo hasta el último detalle. Mientras ocupaba el lateral del confesionario, vio a través de la celosía de madera como el individuo de adentro cerraba la puerta central y dirigía su cuerpo hacia el lateral donde él estaba.

Tras un largo silencio, y sin saber cómo debía dar comienzo aquello, decidió hablar:

"Muy buenas señor. Me llamo Ernesto Blanco, ¿qué tal?"

Pudo comprobar primero, la cara de asombro del cura, más después observó que éste bajaba sus hombros de posición como si se relajara, o más bien como si se resignara a atenderle, y empezó aquella charla con él:

-- Hola hijo, supongo que has venido a confesar tus pecados, ¿no es así? --

"Si señor...si Padre,- rectificó ruborizado Ernesto -, pero creo que es la primera vez en mi vida que hago algo así, y ahora mismo no estoy muy seguro de cómo se hace, menos aún que necesite hacerlo"

-- Claro que sí, estoy seguro que lo necesitas pues hay un hecho innegable: todos los seres cometemos pecados, tenemos debilidades y errores, y sentimos la imperiosa necesidad del perdón. Yo voy a ayudarte a eso. Debes empezar diciendo "Ave María purísima", y después solamente tienes que sincerarte conmigo --

Tras otro profundo silencio, esta vez más incómodo que el anterior, comenzó las instrucciones:

"Ave María Purísima..."

-- Sin pecado concebida.... Dime hijo, ¿de qué quieres confesarte? ¿cuales son tus pecados? -- 

"Bueno, es que no estoy seguro de si he cometido pecados, sinceramente. Me considero un hombre honrado, una buena persona, y siempre que puedo procuro ayudar a los demás. No sé muy bien para qué vale esta testificación, este vis a vis hablado ¿Hay algún modelo o tipo de perdón común que deba confesarse?" 

El cura no salía de su asombro, pero decidió dar oportunidad a aquel extraño caso que se le presentaba:

-- Razones para confesarse hay muchas, pero una de ellas es que ayuda a hacer un examen profundo  de conciencia, y eso me conduce a saber qué pasa conmigo, qué he hecho mal, cómo voy en mi vida espiritual, me sitúa en una realidad que me hace conocerme y entenderme a mi mismo --.

"Bueno, si hay algo que estoy seguro que he hecho bien durante todos estos años, es precisamente a estar conmigo mismo, cosa que me ha posibilitado conocerme aun más si cabe, aunque supongo que algo malo habré hecho, como todo el mundo claro está, pero no sé en qué grado de levedad o gravedad."

-- De acuerdo, - contestó el cura -,  pero el acto de confesión también evita que me auto-engañe. Es muy fácil engañarme a mi mismo justificando aquello malo que hice, y tratando de suavizarlo. Cuando me confieso, con sinceridad me ubico en la justa dimensión de mis actos. Nadie es buen juez en causa propia. Mediante la confesión recibo consejo y orientación moral para luchar mejor contra las faltas que he cometido, esto me ayuda mucho para progresar en mi vida. ¿Entiendes ahora la importancia de confesar los pecados? -- , quiso explicar delicada y pacientemente el cura.

" ¿A pesar de que cuando he pensado que he cometido alguna pequeña falta, o dañado a alguien inconscientemente, y que haya procurado enmendar mi error rápidamente?"

-- A pesar de eso hijo. El perdón es algo que se recibe, no puedo otorgarme solo el perdón. Las condiciones del perdón las pone el ofendido, no el ofensor que limpia sus culpas por su cuenta. Y en este caso, es Dios quien perdona y tiene poder para establecer los medios para otorgar ese perdón. También tengo que decirte que entre ambos, tú y yo, existirá el secreto de confesión, cuya confidencialidad siempre será respetada --.

"De acuerdo, creo que siendo así quizás pueda exponer ante usted mis faltas o pecados. Me confieso que......., y que...., y que a veces también......, dicho lo cual, puedo decir que esos son mis pecados"

-- Muy bien hijo. Finalmente algo muy importante para tu reflexión; recibir todas estas gracias en el Sacramento de la Reconciliación me enseña a mi también a perdonar. Solo experimentando la Misericordia de Dios puedo aprender a ser misericordioso. Es ésta una de las virtudes de la confesión. Y ahora dime, ¿cómo te sientes? --

"Parece impensable pero, me siento mucho mejor. Es cierto que ha sido como un alivio"

-- Me alegro mucho hijo, tienes el perdón concedido por la gracia de Dios --

" Muchas gracias Padre. Y ahora..."

-- Pues nada más; ahora hemos acabado --

"No padre, aún no. Quiero decir, que ahora ya puede usted empezar a confesar sus pecados también".

El cura lo miró sorprendido, aunque quizás lo que estaba era sonrojado. Balbuceó, como queriendo decir algo pero no le salían ni una palabra.

Sí, ya sabe como empezar; con un "Ave María Purísima..."



Fuente de Cantos, a 23 de febrero de 2018. Imagen libre en la red.

viernes, 16 de febrero de 2018

Su Señoría

Me llamo Raimundo Castro, señoría. Por aquí me conocen como "el Rai", pero en su caso tutéame todo lo que precise. Soy un cualquiera, aunque bien sabe Dios que nunca he soportado el desprecio y la falta de educación que recibimos las gentes sin estudios, y todo viene porque nunca se haya reconocido todo lo que aprendemos las gentes sencillas, propiamente del campo, de la calle, de la facultad de la vida. O mismamente de la guerra, porque yo estuve en Filipinas, dónde mi cuerpo salió ileso pero mi alma..., mi alma salió herida de muerte. Nada peor que eso, aunque todo sufrimiento te hace aprender algo, así como el hambre te hace olvidar la sed, la pena jamás te borra tus recuerdos felices.

Viví en muchos lugares, más nunca tuve un hogar. Cuando consigues eso, ya puedes ir dónde quieras porque el hogar lo llevas a cuesta, y no pesa. Una vez tuve una novia japonesa, y me enseñó todo lo que mi disciplina sabe. Los japoneses hablan poco, pero dicen mucho. Siempre intentó enseñarme su idioma, pero preferí sus silencios. "Nankurunaisa", creo que es una de las palabras más bellas del mundo. En japonés significa: "con el tiempo se arregla todo".

Su señoría debe saber que uno encuentra la felicidad allá dónde nunca le dio por buscar, aunque lo peor es ir detrás de ésta. Ir pegando "bandazos" que al final no son otra cosa que golpes al aire y desilusiones que hay que ir soportando. Yo, por ejemplo, nunca me he fiado de las cosas que se obtienen de manera fácil, porque nunca te puedes agarrar a ellas. Lo mismo que llegan, se van, y se llevan consigo todo cuánto pueden. Así me ha pasado siempre con las amistades fáciles, por no hablar de las mujeres. También de las cosas que se obtienen por capricho. Conseguir las cosas buenas lleva su tiempo, no vienen porque sí.

No se si usted sabe, señoría, que la felicidad que proporcionan las cosas materiales duran tres meses; cuatro a lo sumo. Yo veo a las personas que han ganado una lotería, que al poco tiempo tienen el mismo nivel de felicidad que antes de ganar ese dinero. O los que han comprado grandes casas, coches, cualquier lujo al alcance de pocos, al final son igual de felices. Muy poco. Porque, ¿sabe usted? !Son pobres por dentro¡. Que sí, que no está mal tener cosas materiales, pero el problema viene cuando nos engañamos con ellas de la realidad que nos rodea.

A mi lo que me hace feliz es lo que me viene despacito, con el sudor de mi frente. Tiene que ser así, poco a poco y sin prisas, de lo contrario, si no lo controlas, al final la felicidad viene con fuerza y por eso que dura poco; rebota en ti. Pasa como con las amistades. No me gustan esas que llegan con ímpetu, con fuerza y arrollando con todo, porque luego vienen las decepciones. Porque cuan interesante es que ese amigo te siga mostrando lo mejor de él con las circunstancias de la vida, ¿no le parece? 

No me juzgue usted cuántos errores cometí en mi vida, pues humano es uno, más aún cuando en los arrepentimientos tardíos pretendo enmendarlos y aunque ya no pueda, ahí queda también la limpieza de conciencia. Como todo el mundo errante y que comete errores, dejé escapar amores, trabajé dónde no debía o mentí a quien menos lo merecía. Pero nada que no sea leve, digamos que cualquier cristiano obtiene el perdón con unas pocas oraciones a la ligera. Muéstreme usted a alguien que no haya errado nunca que yo le diré cuán desgraciado es por lo poco que aprendió.

Su señoría me dirá si tengo aquí que hablar de todo eso, más igual a la mujer que va detrás de esa toga negra, poco le importa lo que un viejo como yo pueda aportarle, y si lo cree conveniente, puedo hablarle descaradamente de esa gente que entró en mi vida por la puerta grande y apenas dos lágrimas derramé cuando se fueron. Es mejor llorar a raudales con los que se quedan, pues lo harás con gusto. Y he de decirle que no me gusta la gente esa que está siempre lamentándose de a quienes perdieron y no son capaces de acoger como Dios manda, a quienes entrar en su vida quieren de la manera más clara y transparente. ¿No se dan cuenta que de nada vale cerrar puertas a quien llama educadamente? ¿No lo cree así señoría?

Al final olvidarás a una persona y encontrarás a otra. No se haga usted tanto lío....,

"Disculpe usted Raimundo. Perdona que le interrumpa, pero...,nadie le ha preguntado por todo lo que usted nos está contando. Solamente tiene que declarar en calidad de testigo de un asunto entre sus vecinos y que apenas tiene relevancia".

Bueno, solo era para que usted fuera descartando cosas.

Si usted me lo permite me gustaría dejar constancia de que un servidor sabe leer y escribir, pero a mi manera. Al igual que amar, porque no se piense usted que eso se olvida con el tiempo... 


Candelario, Salamanca. 16 de febrero de 2018. Imagen libre en la red.

viernes, 9 de febrero de 2018

La soledad

Fue hace algunos días en que Francisco, con más de 113 años a sus espaldas, decidió apagarse definitivamente. Como cuando lo hace una vela, que ilumina la estancia hasta el último suspiro y que, tras éste, decide evaporarse dejando tan solo un pequeño rastro de humo. Así lo hizo Francisco, en calma, en compañía de los suyos y con la certeza de haber cumplido su misión en este mundo (si es que tenía encomendada alguna más de la que simplemente vivir). No sé qué elementos o circunstancias decidieron cuánto viviría, y sería la naturaleza, es posible, quien se encargaría de decidir hasta cuándo. Lo que sí estoy seguro es que sus últimos años de vida ni tan siquiera fue él quien decidió cómo lo haría y quienes serían las personas que compartirían alrededor suya esos finales momentos.

Siempre que se hablaba de Francisco escuché que estaba al cuidado de sus dos hijas, quienes trataban de atender sus necesidades básicas pero además, y con gran hincapié en ello, trataban de hacerle compañía y compartir aún más momentos con este anciano señor. Además siempre había una silla dispuesta a ser ocupada por algún vecino o vecina, alguien quien quisiera compartir un café con él, una charla o simplemente, degustar de un momento a su lado haciendo alguna cosa en silencio, hasta que apareciera cualquier conversación sin que forzosamente ésta tuviera que provocarse.

Así que murió en paz, en calma, y su alma se evaporó como lo hace ese último humo de la vela, y lo hizo con la certeza de que su vida no fue presa de la soledad que arrebata a tantos y tantos ancianos en los últimos años de sus vidas. Esa chirriante soledad que sobre todo ataca a los ancianos de los cuales, sus seres querido olvidan que aún tienen algo que decir. O a esos nonagenarios a los que les es difícil moverse de manera independiente y que han sobrevivido a todos sus amigos. A su familia. A su época. Son esos ancianos los que cada vez tienen más dificultades de encontrar compañía en esta sociedad que está perdiendo, precisamente, toda la esencia de lo que supone el contacto físico y la relación directa entre las personas.

No cabe duda que las redes sociales van a ayudarnos a tender puentes entre las personas - de manera tecnológica -, pero van a influir mucho en conseguir aislarnos con nosotros mismos en otros muchos sentidos. Pongo de ejemplo esas personas mayores con los que muchos de sus familiares cumplen con una sencilla llamada, con un "esta semana no podré pasar a verte", con un mensaje tal vez lleno de cariño y amor, pero vacío de comprensión y recuerdos. Porque cuando esto ocurre, es que se ha empezado a olvidar que la soledad penetra en las personas como consecuencia del olvido hacia ellos de quienes aún forman parte de su vida.

La espectacular longevidad de los españoles (somos los segundos que más vivimos en el mundo, una media de 83 años, sólo unos meses por debajo de los japoneses) contribuye a ese panorama de aislamiento, provoca que la soledad invada el interior de las personas y los anule por completo. 

Y eso que pienso que la soledad es una asignatura necesaria para el desarrollo personal: uno debe aprender a vivir solo, a vivir consigo mismo, a poner el centro de gravedad en su interior. Pienso que sólo así se puede madurar y alcanzar cierta serenidad, y eso más tarde te llevará a poder establecer cualquier tipo de relación equilibrada y sana. 

La soledad ayuda a sentirnos y vivirnos a nosotros mismos más íntima e inmensamente, enseñándonos otro modo de percibir, sentir y experimentar. Hay que ejercitarse para estar bien en soledad y en compañía, y comprender que el problema no es la soledad, sino si la misma engendra un sentimiento de penumbra y malestar. Y no todo el mundo sabe como enfrentarse a ello.

Pero es evidente que somos animales que necesitamos de compañía, que necesitamos la conversación, la relación intelectual con otros, además claro está, del contacto interpersonal y físico. Necesitamos abrazar y ser abrazados y está probado que un abrazo disminuye el nivel de cortisona (la hormona del estrés) y la percepción del dolor. Quizás no está determinado cuántos abrazos precisamos al día, pero sí está claro que necesitamos saber que podemos abrazar cuándo así lo decidamos. 

En Reino Unido se acaba de crear la Secretaría de Estado para luchar contra la soledad. Varios estudios han determinado que la soledad está a menudo asociada a enfermedades cardiovasculares, demencia, depresión o ansiedad. Hasta 200.000 personas mayores en el Reino Unido no han tenido una conversación con un amigo o un familiar en más de un mes. El Gobierno tratará de apoyar la creación de asociaciones de mayores, incentivar al voluntariado o provocar eventos sociales para aquellos que han alcanzado la vejez. Esta "epidemia" de soledad estoy seguro tiene que ver con el debilitamiento de la sociedad de antes, esa que tejía conexiones entre las personas de manera natural y directa, fuera de cualquier tecnología.  

Hace apenas dos semanas, casualmente el mismo día que Francisco se apagaba, yo me dirigía por algún motivo personal a la pequeña ciudad de Tacuarembó, en Uruguay. Tras preguntar a varias personas, al fin encontraba la Residencia de Mayores "San Vicente de Paul", para después hacer una simple visita. Al principio me pareció el lugar que imaginaba, tranquilo y con un remanso de paz que era propio, o tal vez idóneo, para un sitio de éstos, dónde más de 40 ancianos pasarían los últimos años de su vida.

Un edificio de una sola planta, de forma rectangular, dónde la luz del sol entraba a su antojo y exponía la avanzada edad del edificio, tan senil como de quienes lo ocupaban. Aún así, sus arrugas (grietas en este caso) parecían hechas a propósito, sus colores ya desgastados estaban sintonía con quienes lo habitaban, pero sobre todo se trataba de un edificio que te invitaba a pasar a su interior, darte la bienvenida, era como si quisiera hablarte pero que no le salían las palabras.   

Tras llevar mis pasos por la cocina, el salón, incluso entrar dentro de los dormitorios de los ancianos, trataba de saborear el sentimiento que cualquiera de aquellos residentes pudiera sentir. Me puse en el lugar de cualquier de ellos (cosa difícil), y quise que aquellas estancias me supieran a paz, sosiego, amor y calma. Pero no pude evitar sentir el sabor agridulce del olvido, de lo acabado..., el sabor amargo de la soledad. Me entristeció sentir que en un lugar lindo como aquel, aislado de cualquier ruido, en medio de un frondoso campo verde, lleno de naturaleza viva, y en un fabuloso día de verano como era ese, pudiera tener frío, pudiera sentir tanto desamparo, percibir la nostalgia y melancolía que invade a veces los cuerpos como si no tuviera piedad de ellos.

Fue después de esta visita que me llegaron muchas reflexiones sobre cómo llega y atrapa esta triste soledad a las personas. Que llegar a una edad avanzada es una suerte (más aún envejecer en compañía), que no depende ni tan siquiera de ellos, pues después de quizás haber tenido una vida plena, de tal vez haber formado una gran familia, haber llenado de amor a cada uno de esos miembros, construir un hogar, dar y transmitir lo mejor de cada uno y así como querer seguir haciéndolo, no haya quien se los tome en serio. 

Que pueden llegar a tener una vida completa y en la mayor parte de ella, rodeados de seres queridos, familiares o amigos. Pero llega un momento que esa situación ya no depende de ellos, sino que esa responsabilidad ya le corresponde a los de antes. 

Tal vez en Reino Unido haga algo productivo esa Secretaria de Estado para la lucha contra la soledad, incentivando que se formen voluntarios para que pasen el mayor tiempo posible con los ancianos que ya no tienen a nadie, pero la peor parte de la soledad es saber que has dado tanto amor, que has tenido que decir tanto en esta vida, que has luchado con todas tus fuerzas por ser alguien, al menos para alguien, y que caigas en el olvido para quienes aún en vida, acumulan todos tus recuerdos. 

La soledad entonces no es un problema que se da en la vejez, sino más bien, es una solución que está en quienes aún no hemos llegado a ella. Tal vez bastaría con no olvidar a quien aún, con tanta intensidad te recuerda....



Hogar San Vicente de Paul, Tacuarembó, Uruguay. Enero de 2018. Fotografía de Jesús Apa.

     

viernes, 2 de febrero de 2018

La libertad de ser quien eres

Al ver esa escultura, esa réplica casi exacta de la estatua de la libertad adosada a aquella avenida, la pregunta era casi obligada;

"¿Es que están relacionadas de alguna manera las ciudades de Florianópolis y New York?"

-- Absolutamente en nada. Bueno, sí, ahora mismo, en que ambas tienen una estatua, la de la libertad, pero cada cual construida a su manera, y en este último caso, porque sencillamente a este señor le gustaría la original--, me dijo Helena también un poco extrañada.

"¿Pero la hizo por algo en concreto"?, volví a insistir.

-- Sí, la hizo porque le apeteció hacerla, y supongo que sin importarle lo que pudiera pensar nadie sobre ello -- 

"Claro, si le gusta, ¿por qué no?, no creo ni tan siquiera que tuviera que pedir permiso para ello", pensé conforme para mis adentros.

Una de las cosas más preciadas que tiene viajar, es lo mucho que te acerca a la forma de ser de otros, totalmente desconocidos para ti, pero de los que aprendes la libertad con la que la gente va por la vida sin importarles en absoluto lo que pueden pensar de ellos, de lo que hagan, de lo que digan, actuando tal y cual son, sin necesidad de andar pidiendo permiso para ello. La esencia de ser una persona cualquiera, en su estado más puro.

Son muchos los complejos que tenemos a veces por miedo a ser como somos, por tratar de evitar un imposible. Parece que no queremos que los demás nos vean tal cual somos y tememos que, precisamente, descubran la realidad de nosotros mismos. Pero, ¿acaso no es lo ideal, ser precisamente quienes somos? No hay nada mejor que sorprender a la gente por lo que eres, y no porque descubran que eres quien no esperaban.

Descubrí a través de un texto, que para ser persona, tenemos que concedernos cinco permisos;

- El permiso de ser quien soy, en lugar de ser lo que los demás quieren que sea.

- El permiso de sentir lo que siento, en vez de sentir lo que otros sentirían en mi lugar.

- El permiso de pensar lo que pienso y el derecho de decirlo, si quiero, o de callármelo, si es que así me conviene.

- El permiso de correr los riesgos que yo decida correr, con la única condición de hacerme responsable de ello.

- Y el permiso de buscar lo que yo creo que necesito sin esperar a que los otros se ocupen de ello.

Si no me concedo estos permisos, jugaré a ser otra persona, o solo seré un personaje en un papel que nos es el mío. 

Siempre solemos imaginar a que otros actúen como nosotros lo hacemos, que piensen a nuestra manera, que se adapten a nuestras costumbres, olvidándonos que cada cual es como es, y entonces nos decepcionamos in-solidariamente con el otro. 

Ninguno de estos permisos anteriores incluye mi derecho a que otro sea como yo quiero, a que otro sienta como yo siento, a que otro piense lo que a mí me conviene, a que otro no corra ningún riesgo porque yo no quiero que lo corra, o a que otro pida permiso para tener lo que necesita.

Estos permisos no pueden incluir el deseo de que el otro no sea una persona. El hecho de yo ser persona, me compromete a defender a que tú y todos lo sean.

El proceso de ser persona, incluyendo en todo eso, aprender, madurar, crecer, respetar...., se termina el día en que uno muere. Hasta entonces, uno puede seguir creciendo y ser cada vez más consciente de sí mismo.

Me contaron al respecto que....

"Había una vez un día como cualquier día. Una araña esperaba al borde del camino más oscuro del bosque. Se rascaba la cabeza pensativa. Al ver que venía el ciempiés, la araña se acercó a él de manera muy respetuosa...

-- Señor ciempiés - le dijo - ¿puedo recurrir a su gentileza para hacerle una pregunta? ¿Cómo hace usted para caminar, señor ciempiés? ¿Adelanta primero las cincuenta patas de la derecha y después las cincuenta de la izquierda? ¿o veinte y veinte? ¿O diez y después otras diez? ¿O tal vez es una y una? --

Hubo un largo silencio. La araña se fue. Entonces el ciempiés se puso a pensar cómo caminaba. Y no caminó nunca más..." 




Campeche, Florianópolis. 1 de febrero de 2018. Fotografía de Jesús Apa.