Cuando nació mi hija, el tiempo empezó a deshacerse. Al principio, no lo noté. Los días seguían su curso, pero las arrugas en mi rostro parecían suavizarse, y las canas desaparecían de a poco. El día que cumplí 48, me miré al espejo y vi al joven que solía ser. Cada año que ella crecía, yo retrocedía. Ahora, con ella corriendo por el jardín, mi cuerpo ha vuelto a ser el de un niño. Me pregunto cuánto tiempo más quedará antes de que deje de recordar qué es ser padre, o peor, de quién soy.
Lo cierto y verdad, es que el mejor regalo de todos los cumpleaños posibles, me mira cada día con una sonrisa...