Se fue el viento. Todavía la última gota tiembla en el filo de la parra. Las hojas del castaño, que ayer eran un verde de oficio, amanecieron con una herrumbre dulce. Algunas yacen en el camino de tierra, pegadas como sobres viejos. La perra dormita enroscada; a veces abre un ojo, olfatea el aire frío y vuelve a hundir el hocico en su cola.
El cielo tiene claros indecisos y una luz que no se decide a calentar. Este lunes, como todos los lunes, el gallo canta tarde, ofendido por la niebla. Las gallinas escarban más de lo que ponen. El obrero salió temprano con la cuadrilla que persigue ruidos subterráneos y promesas de salario. La camioneta se tragó el camino entre charcos apagados.
En la cocina humea el café. La calabaza del huerto espera su turno de olla. Un olor a tierra mojada sube desde los surcos, mezclado con humo de hojas quemadas en casas vecinas. La flor tardía del jardín resiste con su coraje mínimo. Camino ligero y silbo igual, aunque el aire muerda un poco.
Por la tarde el sol será una moneda tibia, apenas suficiente para el banco del patio. Habrá una labor lenta: barrer hojas, ordenar leña, remendar el tiempo. Y al caer la luz, una manta inevitable, un fuego que embelesa, una sopa sencilla, y el rumor del otoño acomodándose en todas las cosas.
