viernes, 28 de agosto de 2020

Una historia cualquiera; El Gramófono

Mi abuelo tenía en casa un precioso gramófono. En verdad, lo colocó inicialmente en la taberna que regentaba, pero los clientes se quejaban de que no escuchaban las conversaciones de unos y otros. Así que lo instaló en la entrada de su vieja casa. Las paredes y bóvedas de la estancia, hacían que el sonido fuera casi celestial.

Mi abuela, da igual la hora a la que él llegara, lo esperaba sentada en su ya desgastado pero aún cómodo sillón. Mataba el tiempo agitando su apreciado abanico, el cual rara vez se lo despegaba de sus manos. No lo quería para combatir el calor, pues lo usaba daba igual la época del año, porque en verdad, con el movimiento del abanico era con el que mejor se comunicaba con sus hijos, y sobre todo, con el que expresaba sus sentimientos. 

El precioso abanico de madera, según sus movimientos, y en función con la mano que lo utilizara, llevaba implícito multitud de mensajes que en esa casa ya se conocían perfectamente. Si estaba triste o preocupada, no paraba de agitarlo arrítmicamente, pero si estaba contenta, el ritmo en sus manos era asombroso, lo abría y cerraba con una habilidad inusual. 

Cuando mi abuelo llegaba a casa, cogía un disco de la estantería y ponía una canción, y según fuera ésta, así venía su estado de ánimo. Si venía feliz y contento, la música del gramófono era animada y sonaba un tono más alto de lo habitual, y mi abuela, que lo esperaba como de costumbre sentada en su sillón, tomaba el abanico y lo agitaba de manera sincronizada a la música, chocando los trocitos de madera al ritmo de la propia canción. Y no necesitaban hablarse nada, pues esa era la manera de decírselo todo.

Unos años más tarde de fallecer mi abuelo, volví a la casa de ellos a visitar a mi abuela. Y allí estaba ella sentada, en su viejo sillón. Parecía que no había pasado el tiempo por aquel lugar, no en cambio para ella. Su palidez contrastaba con su vestido de luto. La encontré muy apagada y desmejorada; ya no levantaría cabeza. Me sorprendió que el abanico, esta vez, descansaba sobre una bandeja en el centro de la mesa, como en el olvido, estando yo seguro que desde que falleció mi abuelo, no volvió a abrirse más. 

No se me ocurrió otra cosa que ir hacia el gramófono y abrir la tapa de madera que lo cubría. Allí estaba colocado, seguramente, el disco que ambos escucharon por última vez. Lo encendí, y mi pobre abuela no dijo nada, no le saldrían las palabras, ni tan siquiera tuvo fuerzas para impedir que la música volviera a sonar. Pero no pudo remediar coger de nuevo el abanico, y detrás de él, solo trató de ocultar sus ojos, que pugnaban por estallar en llanto...


Cabeza la Vaca, 28 de agosto de 2020. Imagen libre en la red.

     

 

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