En la cima de la montaña, me senté observando la puesta de sol. Media vida me costó escalarla, no sin un gran esfuerzo y perseverancia, valorando cada etapa, teniendo mucho más en cuenta las vivencias complicadas, que las alegres.
A lo mejor no era la montaña más alta, pero consideraba que ya había subido y escalado lo suficiente. Así que ahí, en su punto más alto, hice una pila de las historias, cuentos y poemas escritos en mi vida. No sé si estaban ordenados por fechas, categorías o por temáticas, pero creí que estaban todos.
Allí estaba el agua marina que se enrollaba al llegar a la arena, y las sirenas brincando sobre la espuma. También los textos sobre las miradas, las risas y lágrimas. Las historias de amor, de tristeza y alegría. La sonrisa de un niño o la soledad de un anciano. Allí también estaban las experiencias trazadas con mi mejor letra posible.
Había textos que hablaban del bailar de los árboles, de la luna sobre las hojas y el río correteando las estrellas. Los besos volaron como palomas antes de que el viento los dispersara. El corazón quería hablarme y yo, estaba dispuesto a escucharlo como nunca.
Ahí, en la cima de esa montaña, fue que me di cuenta que, aún sabiendo que podía tenerlo todo, siempre iba a faltarme algo.
Bajé con un siglo de edad, pero dispuesto a sonreír por unas nuevas historias, cuentos, poemas, pero sobre todo, por una nueva vida...
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