Había un hombre llamado Tomás, conocido por todos en el manicomio por sus ideas extrañas y su peculiar obsesión con las aves. Cada noche, al caer el sol, se sentaba en su ventana, mirando en silencio las estrellas. Pero lo que realmente lo hacía suspirar, no era el cielo estrellado, sino una lechuza. Una lechuza que aparecía siempre a la misma hora, con sus grandes ojos dorados que parecían brillar en la oscuridad. Tomás estaba convencido de que ella era su alma gemela, el amor de su vida.
La lechuza nunca se le acercaba, pero Tomás la observaba con devoción. La miraba durante horas, hasta que el sueño comenzaba a apoderarse de él. Sus ojos se cerraban lentamente, pero su corazón seguía latente, esperando que ella viniera más cerca, tal vez algún día, tal vez esa noche. Sin embargo, la lechuza siempre mantenía su distancia, y Tomás, con los párpados pesados, caía dormido antes de que pudiera escuchar su canto.
Durante el día, Tomás vivía como un hombre agotado. Sus compañeros de manicomio le preguntaban por qué siempre tenía tanto sueño, pero él solo sonreía y decía: “Es que ella aparece cuando todos duermen… y yo tengo que esperarla”. Nadie entendía a qué se refería, pero eso a Tomás no le importaba. Su amor nocturno era suyo y solo suyo, un secreto compartido con la luna y el viento.
Una noche, Tomás decidió que no caería dormido esta vez. Se quedó despierto, mirando fijamente la oscuridad, esperando que la lechuza viniera. Pasaron las horas, pero ella no apareció. El cansancio comenzó a envolverlo, pero él no quería rendirse. "Si no viene hoy, vendrá mañana", pensó, cerrando los ojos por un momento. Cuando los volvió a abrir, ya era demasiado tarde. La lechuza se había posado en el árbol frente a su ventana, pero él estaba tan dormido que no pudo verla.
Al despertar, Tomás se dio cuenta de que la lechuza ya no aparecía. El amor que él había esperado durante tantas noches parecía haberse desvanecido, como un sueño que se esfuma al alba. A partir de entonces, ya no esperó más. Aprendió a dormir por la noche, sin buscar nada más que el descanso. Porque, al final, comprendió que algunas cosas solo existen en la quietud del sueño, y que, a veces, es mejor dejar ir lo que nunca estuvo realmente cerca.
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