En la Plaza de San Pedro, el humo blanco se elevaba serpenteante hacia el cielo plomizo. La multitud contenía la respiración. "Habemus Papam", anunciaron los altavoces en latín solemne.
En el interior del cónclave, el recién elegido Papa Gregorio VII cerraba los ojos, sintiendo el peso de la tiara antes de que se posara sobre su cabeza. Todo lo que había sido, todo lo que había soñado, quedaba atrás. Pero el pasado, aunque se esconda tras los muros más altos, siempre encuentra un resquicio por donde filtrarse.
En los oscuros pasillos del Vaticano, se cruzó con Sor Beatriz. Ella mantenía la mirada baja, pero él alcanzó a ver el temblor de sus manos. La misma Sor Beatriz que solía compartir sus lecturas de teología, la misma con la que discutía sobre los misterios de la fe, la misma que lo había mirado con un brillo en los ojos que jamás podría olvidar.
Aquella tarde, cuando eran solo el cardenal Vittorio y la hermana Beatriz, ambos habían compartido más que palabras. Un roce fugaz de manos, un susurro a destiempo, un instante en el que el mundo dejó de ser santo y se convirtió en humano.
Ahora, con la sotana blanca ajustada a su cuerpo, sentía que el peso del pecado se ceñía como una segunda piel. Ella pasó de largo, y él musitó un "Ave María" casi inaudible, como quien reza por un alma perdida.
En la capilla, los cardenales lo esperaban para la primera bendición. Se arrodilló ante el crucifijo. Cerró los ojos, sintiendo el eco de aquel susurro prohibido:
"Dios nos perdone a ambos".
La multitud seguía vitoreando en la Plaza de San Pedro, pero en su pecho ardía un fuego que ni el frío mármol del Vaticano podía apagar...
Fuente de Cantos, 9 de mayo de 2025. Imagen del Papa León XIV.