viernes, 1 de agosto de 2025

Cuentos para dormir; La niña y la princesa

Había una vez una niña llamada Cata, de ojos brillantes y risueña sonrisa, que cada verano visitaba con sus padres una antigua ciudad medieval, de callejuelas empedradas y torres que parecían rozar el cielo. En el centro del pueblo, como un centinela del tiempo, se alzaba un castillo con almenas y un gran portón de madera oscura.

A Cata le fascinaba aquel castillo. No por su arquitectura ni por sus leyendas, sino porque estaba convencida —más allá de toda duda— de que allí vivía una princesa. Cada vez que llegaban, lo primero que hacía era correr hasta la explanada frente al castillo y gritar con toda la fuerza de su pequeña voz:

—¡Princesaaaaaaa! ¡Princesa del castillo! ¡Estoy aquí! ¡Sal a jugar!

Los turistas la miraban entre risas o ternura, y los lugareños ya conocían la escena. Años pasaban, y la princesa nunca aparecía, pero Cata no se desanimaba. Cada verano, volvía a llamar a su amiga invisible.

Hasta que un día, cuando Cata tenía ya casi nueve años, ocurrió algo distinto.

Era un atardecer dorado, el viento movía las banderas del castillo y las sombras se alargaban sobre la plaza. Cata, como siempre, corrió al castillo y gritó:

—¡Princesaaaaaaa! ¡Princesa del castillo! ¡Estoy aquí!

Y esta vez, una voz le respondió.

"¿De verdad estás aquí?"

Cata se quedó helada. No daba crédito. No era la voz de una turista ni de su madre. Venía de arriba, de una ventana estrecha de la torre. Cuando alzó la vista, vio una figura. Era una niña, quizá de su misma edad, con un vestido azul antiguo y una corona pequeña de flores en la cabeza. La niña sonreía con una mezcla de timidez y asombro.

—¿Eres tú la princesa? —, preguntó Cata.

"Eso creo" —respondió la niña—. "Te he escuchado llamar tantos veranos, pero nunca me había atrevido a contestar."

Cata se rió y, sin pensarlo, gritó:

—¡Baja! ¡Vamos a jugar!

La princesa dudó un momento, luego asintió y desapareció tras la ventana. Minutos después, salió por una puerta lateral del castillo, como si nadie más la viera. Y quizás nadie más la veía, excepto Cata.

Pasaron la tarde jugando a las escondidas entre los jardines del castillo, inventando historias de dragones y caballeros. La princesa se llamaba Preta, y decía que solo podía salir cuando alguien de corazón puro la llamaba de verdad.

—¿Y si no vuelvo el año que viene? — preguntó Cata mientras se sentaban bajo un árbol.

"Entonces te esperaré. Aunque pasen cien veranos, si me llamas, vendré" —dijo Preta, y le ofreció una pequeña piedra brillante—. "Esta es para que nunca olvides que fue real."

Desde aquel día, Cata nunca dejó de visitar el castillo. Y aunque con los años dejó de gritar, en el fondo de su corazón, seguía llamando.

Y cada vez que lo hacía, la princesa respondía. Porque a veces, los cuentos no terminan. Solo se hacen mayores con nosotros.


Ronda, 1 de agosto de 2025. Fotografía de Jesús Apa.



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