Esa noche terminó de leer el libro del olvido y, en el último instante, las palabras jugaron como niños. Las luces se hicieron mortecinas y sobrevino el silencio, la oscuridad; los ojos veían sin ver y el alma dejó de tener sentido.
Se acabaron los recuerdos de los éxitos, las aventuras y experiencias, y cualquier otro destello que pusiera el brillo en sus ojos. Pero lo que más dolería, sería el olvido del amor, pues era la única certeza que lo mantenía vivo. Cuando intentó aferrarse a ese último resquicio, descubrió que el amor también se volvía niebla, un nombre sin dueño, un rostro sin contorno.
Pero en medio de esa nada, algo tembló; una chispa cálida, ligera como un susurro, que no provenía de la memoria, sino del presente. No era un recuerdo, era la sensación pura de amar, nacida de nuevo, intacta.
Comprendió entonces que el libro del olvido podía arrancar imágenes y palabras, pero nunca la raíz secreta del amor, esa fuerza que siempre sabe volver a germinar en la oscuridad.
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