viernes, 22 de abril de 2016

El hijo del posadero

La luna miraba de soslayo su propio reflejo en los charcos provocados por la lluvia. A veces, con la interrupción de las pisadas serenas de los dos caballeros que recorrían las calles de un concurrido barrio madrileño. La noche quería ser tibia, pero no podía dejar de abrigarse en medio de nubes negras; quizás grises. Ambos caballeros respetaban sus correspondientes silencios, absortos tal vez en sus pensamientos; en alguna conclusión extraída de cualquier corral de comedia en la que hubieran coincidido esa noche. Bien vestidos, cada cual a su estilo, pero de buena presencia y digna apariencia, entran en la única posada abierta a esas horas.

El bullicio era ebrio, contrastando con la luz del local, que apenas sostenida por unas velas, creaba un ambiente sobrio. En un lateral, descansaba una vieja escalera de madera, que en su subida, se adivinaba llevaría a las habitaciones de la entreplanta. En el otro extremo, un mostrador de madera, donde detrás del mismo, despachaba el dueño de la posada. Un hombre alto y de mediana edad, con el pelo blanco y una pronunciada perilla y bigote, también canosos, con una alargada y triste cara. Ataviado con un mandil lleno de manchas de vino, sofocaba la sed de los clientes, sin soltar un viejo búcaro sostenido en su mano derecha, y que rellenaba de manera intermitente de una gran tinaja. 

Los dos caballeros ocuparon una mesa de madera vieja, la única vacía de la posada, la más cercana a la lumbre. Ésta, era avivada tímidamente por un chico rechoncho y arrecío (con mucho frío), arropado con una gastada manta, bajo la que pretendía buscar el sueño, sentado en un tronco de leña, mientras apoyaba su redonda cabeza en uno de los laterales exteriores de la chimenea, para así, percibir en su cuerpo el calor de la piedra.

Uno de los caballeros llamó la atención del dueño con un movimiento de cabeza, solicitando su servicio. El posadero, a la misma vez tabernero, incorporando algún mensaje a su griterío, pareció reclamar la presencia de algún ayudante para despachar la mesa de los dos nuevos clientes. Pero tras pasar un instante sin que fueran atendidos, llenó un vaso con la jarra de vino, y tras un preciso lanzamiento del líquido color rojizo, acertó en la cara del muchacho, que cayó hacia atrás del tronco de leña, despertando las carcajadas embriagadas de todos los presentes. Tras incorporarse y acercarse a la mesa que debía atender, y ver a los dos caballeros tan serios, justificó su vergüenza por el ridículo, diciéndoles, mientras se encogía de hombros; "ande yo caliente, ríase la gente".

Uno de los dos caballeros, tras solicitarle al chico regordete lo que quería, anotó con su pluma en una hoja garabateada, la graciosa frase que les había dicho el joven. Al momento, llegó con una jarra que derramaba vino por una grieta, con la que se apresuró a servir dos copas metálicas, para que el líquido bajara por debajo de la fisura, y así parara de derramarse. El tabernero se acercó a la mesa, dejó caer en el centro un plato de madera con dos grandes trozos de queso, cubiertos por una tira de tocino cada uno, y rebanó una hogaza de pan con su afilada navaja. Mientras los miraba fijamente, y le soltaba un manotazo en la cabeza al muchacho que seguía en la escena, les dijo; 

"Si vuesa merced precisara más vino, pueden avisar al vago de mi hijo, que a buen seguro estará al abrigo del fuego, mientras su padre trata de mantener este maldito negocio, del que solo un loco puede sobrevivir ".

Los dos comensales saborean el bocado sobre la rebanada de pan, mientras vacían en largos tragos sus copas de vino. Uno de ellos, el de piel blanca y pálida, despeja el centro de la mesa, y saca un pliego de papel enrollado a modo de papiro. De un zurrón de piel extrae un pequeño frasco de color negro, y de una caña de bambú hueca, desliza hacia afuera una pluma. El muchacho, de nuevo desde su acomodada posición en la chimenea, y a escasos metros de ambos, puede observar como el pálido señor, empieza a mojar la pluma de manera delicada, y con ella a escribir sobre el papel. De forma algo lenta y torpe, y con un marcado acento extranjero, como si estuviera traduciendo el manuscrito, empieza a leerle a su compañero de mesa....

"¿Qué es más noble para el alma?. ¿Sufrir las puñaladas de la estrambótica fortuna?. ¿Levantarse en armas contra un mar de adversidades?. Morir. Dormir. Nada más.
Y si es verdad que al dormir, ponemos fin al dolor del alma y a los miles de embates naturales que la carne herede, desearía de todo corazón la consumación. Morir. Dormir. Tal vez soñar; eso lo complica.
Ese es el recelo, que la desgracia sea tan duradera. Si no, ¿quién soportaría el abuso del tiempo?. ¿Quién soportaría estas cargas bajo el peso de la vida?"

"¡Ahh, la vida amigo mío!", le interrumpió el otro caballero, tocándole su hombro amigablemente, y en señal de aprecio sobre el hermoso texto que acababa de leerle, para seguir diciéndole:

"Es en esta vida, 
yo que siempre trabajo y me desvelo,
por parecer que tengo de poeta,
la gracia que no quise darme el cielo".

A lo que el caballero extranjero contestó, en un torpe pero valiente castellano; "Sí amigo. La vida es una historia contada por un idiota. Una historia llena de estruendo y furia, que nada significa".

Al instante, el tabernero se presentó nuevamente a la mesa, esta vez dispuesto a rellenar el vino de los extraños clientes, y con la intención de curiosear sobre la charla que ambos acompañaban, a la par que hacían anotaciones en sus respectivos papeles. Mientras llenaba sus copas lentamente, apreció el acento extranjero de uno de ellos. Los veía mojar sus plumas en el tintero, y escribir con una letra firme y precisa, propio de quien lo hace constantemente. Con su mandil, lleno completamente de manchas, limpió la comisura de la jarra, tratando de hacer tiempo para obtener más información de lo que ocurría en esa mesa. Ambos caballeros, que habían dejado de escribir por un momento, cruzaron su mirada con él, mientras el tabernero preguntaba a uno de ellos;

"¿De qué país extranjero tenemos el gusto de atender a vuesa merced?"

-- Mi amigo es de Inglaterra --, respondió el otro. 

"¿Y el gusto de la visita?", preguntó queriendo saber de manera indiscreta.

-- Ha viajado hasta nuestro país para buscar inspiración --, le dijo de manera rotunda.

El tabernero quedó mirándolos fijamente, mientras observaba como su regordete hijo, acurrucado junto a la lumbre, no perdía detalle de toda la conversación. Asintiendo con la cabeza, aunque mostrando extrañeza con los caballeros, les dijo; 

"Está claro, y sin ánimo de ofender, y si me lo permiten vuesas mercedes, que siempre he pensado que todo aquel que escribe, algo de loco tiene. Pero más vale locura sana, que locura de guerra".

-- La pluma es la lengua del alma, amigo mío --, dijo uno de ellos, mientras anotaba algo en el papel, para acto seguido preguntarle; 

-- ¿Tendrían en esta posada alguna habitación digna para hospedar a este noble extranjero y futuro amigo mío? --.

"La tengo, gentil hidalgo", le contestó el tabernero. "Esta posada, aunque sencilla y humilde, es tan digna y honorable de aposentar a tal noble señor, sin importar si fuere inglés, y que Dios decida nuestras batallas con ellos. Y aquí en esta casa, encontrará una cama tan limpia y fresca, como las musas en las que se inspirará su amigo esta noche", le dijo mientras le guiñaba descaradamente un ojo. 

"Mi hijo le dará la llave de cuál aposento a vuesa merced", continuó hablándoles, esta vez más discretamente y queriendo volver a ganarse la confianza de ambos.

El joven muchacho, testigo de la conversación, se levantó de su improvisado asiento de leña, se acercó a ellos, y les indicó que le acompañaran a una pequeña mesa, situada junto a la escalera que subía a la planta de las habitaciones. Allí tomó una desgarbada pluma, que mojó como pudo en la seca tinta de un cuenco de madera, para preguntarle descaradamente;

"Tiene usted señor que decirme el nombre de su amigo", intuyendo que éste, no entendería su idioma, o quizás la pregunta.

-- No. Le diré en todo caso el mío --, le dijo secamente el otro, que percibía que el atrevido muchacho quería curiosear más de la cuenta.

"El suyo no lo necesito, si a su merced no le resulta inconveniente. Pero es el extranjero quien va a dormir aquí y del que necesito saber", volvió a insistir el chico regordete, queriendo asumir su papel de buen posadero.

Antes de que siguieran en ese devenir, y advirtiendo la disputa, el caballero extranjero les interrumpió, para decirles con su fuerte acento, pero con la suficiente claridad para que lo entendieran;

"¡Qué importa, si Ser o no Ser yo, si solo quiero dormir!. William; Me llamo William Shakespeare", para dejar así zanjado el tema.

El joven hizo una mueca, satisfecho de obtener la información que necesitaba, mientras que el caballero, asumiendo la inocente indiscreción del chico, le dejó sobre la mesa las 13 "blancas" que le había pedido por la habitación. Buscando la complicidad y buen trato del muchacho para con su amigo, sobre su mano le dejó de propina un maravedí. El chico, agradecido y ya de manera más educada, les dijo;

"Le daré la mejor habitación. Es la del fondo; yo la llamo Dulcinea, porque en ella se consigue soñar dulcemente".

El caballero sonrió por la picaresca del joven regordete, y antes de acompañar a su amigo a subir las escaleras, se giró hacia el muchacho para preguntarle;

-- ¿Y tú chico, cómo te llamas? --

"Me llamo Sancho, señor. Pero el loco de mi padre, siempre me llama Sancho Panza".

--  Yo me llamo Miguel, Miguel de Cervantes. Igual yo también consigo algo de inspiración esta noche. --....


P.D. Hay quien dice que Cervantes y Shakespeare, nunca supieron el uno del otro. Otros en cambio, aseguran que el segundo sabía de la existencia del primero. Yo quiero pensar, que antes de escribir sus grandes obras, se conocieron tal cual aquí relato.

Valga mi humilde homenaje, a estos dos genios que nos dejaron hace hoy, 400 años.






Fuente de Cantos, 22 de abril de 2016. Dibujos libres en la red.
















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