viernes, 5 de agosto de 2016

El último errante del castillo

"....si te refieres a la acción de errar, no sería adecuado ese término. Aunque dado que ciertamente te veo un poco perdido, sí que te convertirías en un errante. ¡Un herrero errante!; perdido y sin rumbo en busca de un amor imposible", le dije quizás de forma un poco sarcástica.

Vi como el joven se sentía ofendido, apretando sus puños y casi pudiendo escuchar el rechinar de sus dientes. Su rostro evidenciaba un gran enfado por la ofensa de mis palabras, que por otro lado las lancé de manera más irónica que grave. Al cabo de un instante, pero aún inmóvil frente a mi, observé que trataba de digerir mis palabras, y absorto en sus vagos pensamientos, parecía que comenzaba a entender, pues noté como sus hombros decaían de la tensión y su mirada cobraba sensatez. Aún así, llevaba largo rato en silencio, mirándome fijamente, de arriba abajo, aunque ya no lo hacía de manera desafiante.

"Quizás vos tenéis razón, y debo ser más cercano a mi realidad, para así entender, que el Rey nunca aceptaría en su casa a un simple herrero, por muy apuesto y atrevido que yo me considere, y aún a sabiendas, como bien le digo, que la princesa caería rendida a mis encantos. Así que atenderé vuestra petición, haré el trabajo que me solicitas y dejaré su espada y armadura brillantes y radiantes, merecedoras de ser portadas y lucidas por el caballero, cuyo nombre es...."

-- Soy el "Caballero de la Media Luna"; Guardian de las Tierras del Este --, le dije ostentosamente al chico, ya convertido en alguien sensato.

"Mañana tendrá usted lista su armadura y podrá portar su espada. El brillo que volverá a tener su coraza podrá dejar ciego a quien ose mirarla fijamente, y la espada quedará presta para la batalla. Haré un trabajo digno de un caballero como vos", dijo el joven herrero, de manera confiada y seguro de hacer una buena labor, mientras ayudaba a despojarme de mi armazón y el resto de protecciones.

Me marché de la herrería decidido a descansar y disfrutar de la ciudad, pues me quedaba un largo día por delante y aún debía buscar algún lugar para dormir. Budapest se presentaba ante mi como una ciudad bulliciosa, pero una fina lluvia empezaba a embarrar sus calles, además de calar mi vestimenta, lo que acentuaba mi urgencia en encontrar un lugar donde calmar mi sed y llenar mi estómago. Cualquier posada sería propicia para ello, y entré en la que mejor impresión me causó, situada a las faldas de la cara este del castillo del Rey.

La cerveza ayudó a empujar el tosco pan envuelto en panceta curada, y el vino alivió el agrio sabor del arenque. Me coloqué frente al fuego que soportaba el lívido frío de los allí presentes, aunque el vino comenzaba a dar más calor si cabe, y las continuas peleas se estaban apropiando de mi paciencia. Así que antes de tomar asunto en alguna de ellas y verme envuelto en cualquier entuerto que perturbara mi tranquilidad, decidí ir a mis aposentos a descansar, deseando para mi gozo, que mis hombres disfrutaran lo mejor que pudieran de aquella fría y húmeda noche de verano.

El sol acariciaba mi ventana penetrando sin avisar en la habitación, descubriendo ahora la amplitud y suciedad de la misma. Pero aquella dura cama cumplió con su objetivo y me había proporcionado el descanso necesario. Vertí el agua de una jarra en la vieja jofaina que estaba en una esquina del dormitorio, y lavé mi cara y mi torso enérgicamente, así como remojé mi cabello a posta, para espabilar rápidamente en aquella luminosa mañana. Me coloqué dentro de mis vestimentas y me asomé a la ventana para descubrir cómo sería el día que me esperaba, que parecía templado e iba adornado con una suave brisa. Una paz envolvía mi ser, y disfrutaba del escenario que tenía frente mis ojos. 

De repente, cualquier silencio que pudiera estar allí presente, se rompió con un fuerte sonido de trompetas, proveniente del interior de las murallas del castillo que tenía frente a mi. Las calles comenzaron a llenarse de gente alborotada, pero que lejos de estar asustadas o entradas en pánico, parecían eufóricas y excitadas. Quise saber y bajé rápidamente las crujientes escaleras de la planta superior de la posada, y me topé de lleno con el tabernero, quien se estaba vistiendo torpemente, tras dar muestras de haberse quedado dormido frente a la ya apagada lumbre de la chimenea. 

Parecía ajeno a mi presencia, y su preocupación solo era ocupada por la rapidez con la que pudiera abrochar los botones de su sucia camisa. Me situé frente a él, llamando su atención, y tras preguntarle el motivo de aquel alboroto en la calle, causado a la par del sonido de las trompetas, me dijo que era consecuencia de una buena noticia para la ciudad; la Princesa por fin había encontrado a su prometido, quien sería presentado al pueblo aquella misma mañana.

Sin querer obtener más detalles de aquello, aunque sí que me invadía cierta curiosidad, salí dispuesto a recoger mis pertenencias de la herrería, y agotar distraídamente aquella preciosa mañana antes de reunirme nuevamente con mis hombres. Bajé una calle empedrada que penetraba en una de las puertas del castillo, donde también seguía entrando gente sin cesar, para dirigirme al interior del mismo. Dejé de lado el alboroto, y nada más entrar al patio del castillo, me dirigí al local donde estaba la herrería. Pero cuál fue mi sorpresa que al llegar, la encontré cerrada, sin atisbos de nadie por allí cerca. Parecía que todo el mundo estaba ocupado con la noticia de aquella mañana.

Miré a mi alrededor buscando a alguien que pudiera informarme de dónde estaba el joven herrero, pero la atención estaba en el patio principal del castillo. Pero antes de darme la vuelta y dirigirme al lugar que ocupaba el centro de interés de la ciudad, observé que en el local de acceso a la fragua, había colgando de la puerta un letrero de madera, dónde se podía leer escrito a modo de talla, un mensaje que decía;

"Esta ciudad no merece un herrero como yo; menos aún un errante....".



Imagen libre de la red. Cádiz, 5 de agosto de 2016.
  



     




  

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