viernes, 19 de mayo de 2017

El filo de la navaja

Hay ciudades que te marcan de una manera u otra en función de las experiencias que hayas tenido en ellas, y eso lo sientes cuando regresas allí una y otra vez. Principalmente ocurre con aquellas ciudades en las que has vivido y que por distintas circunstancias, ya sean cuestiones laborales y/o personales, pueden llegar a producir en ti sensaciones encontradas y únicas. Pero aquellas ciudades en las que has estudiado, siempre llegan a producir en uno cierto grado de nostalgia; es como retroceder a una época pasada de la adolescencia, y en la que se experimentan cosas por primera vez y que difícilmente puedes llegar a olvidar con el paso del tiempo.

A mí esto me ocurre con Badajoz, la ciudad donde estudié, pero con la que sin embargo, tengo una relación un poco contrariada, principalmente por los muchos episodios que allí pude tener, desde algunos muy buenos, a otros no tanto. Y de estos últimos, de los no tan buenos, y precisamente en mi época de estudiante, recuerdo uno un tanto amargo, que de vez en cuando me viene a la cabeza. Porque habiéndome sacado recientemente el carné de conducir durante ese primer año allí, me acerqué desde mi pueblo en coche a traer las cosas de vuelta para casa, como era costumbre hacer cuando finalizaba el curso y empezaba el verano. Y ahí fue que le pedí prestado a mi hermano Pablo su coche por aquella época, un discreto pero servicial Seat Panda.

Un vehículo sencillo que por aquel entonces, y recién estrenando mi título novel como conductor, podía compararlo con el mejor de las berlinas. Algo parecido debió pensar el "gorrilla" que esperaba detrás de mi coche una vez que estacioné el mismo. Valga de manera vulgar la definición de "gorrilla", como aquella persona que intenta ganarse la vida de la mejor manera posible reclamando una cuota "voluntaria" a aquellos conductores que tratan de aparcar en los espacios libres existentes en la vía pública y destinados, precisamente, a ser ocupados de manera gratuita por los que lo precisen en ese momento.

Así que salí del coche con unos pantalones sport que no disponían de bolsillos algunos, dispuesto a dirigirme a mi destino, cuando este señor interrumpe mi paso para reclamar su propina por haber, según él, cederme ese espacio de la vía pública en el cual yo había estacionado. Al requerir tal pago, le negué el mismo, pero principalmente porque no llevaba dinero encima, cosa que este hombre, de mediana edad, desmejorado, y con aspecto de estar muy ansioso y excitado, no se tomó a bien, y con lo cual, me volvió a reclamar le diera algo de dinero, pero este vez con un tono más elevado. Aún no le había vuelto a negar lo mismo, cuando sentí que algo punzante estaba amenazando mi estómago. 

Quedé hierático, nervioso, pero sin ni siquiera capacidad para temblar, y solamente esperé pacientemente a que ocurriera algo, o más bien, a que no ocurriera nada, dejando mi suerte a su destino. Quedó ahí su tiempo, sin apartar la navaja de mi cuerpo, pero finalmente decidió confiar en que realmente le decía la verdad y que no llevaba dinero encima, pues guardó su arma, y se marchó. Yo también seguí mi camino, pero pensando en qué hubiera ocurrido con mi vida, si su reacción hubiera sido otra. Por su cara de desesperación, seguramente no hubiera tenido la oportunidad de contarlo. Después de aquello, evité a toda costa pasar nuevamente por allí, así que no volví a verlo jamás.

Justamente cuando finalicé mis estudios y regresé al pueblo, me hablaron que buscaban voluntarios para colaborar en un centro de desintoxicación con personas adictas a las drogas. Mi cometido sería sencillo, así que no dudé en aceptar tal propuesta de colaboración, ya que solamente tenía que ir dos veces en semana a Badajoz a llevar a los integrantes del centro de Fuente de Cantos hasta allí, y donde diariamente recibirían las correspondientes terapias encaminadas a salir de aquel mundo de las drogas. Otros voluntarios los traerían de vuelta, para que pernoctaran todos los días en la casa que el pueblo disponía para ellos.

Recuerdo que esos viajes se hacían eternos para mí, y donde, en una furgoneta de 9 plazas, escuchaba conversaciones de todo tipo. Todas éstas entre ellos mismo, pues nosotros, los voluntarios, teníamos prohibido hablar de nuestra vida personal o inteactuar con ellos de algún modo, ya que debíamos evitar durante ese tiempo cogerles cariño alguno, para así no caer en la provocación de ningún tipo de chantaje emocional. A pesar de eso, era inevitable no sentir compasión por unas personas, que lo único que buscaban, era que la vida les diera una nueva oportunidad, y para eso necesitaban nuestro apoyo.

¿Quién no ha buscado alguna vez una siguiente oportunidad?. Pienso que todo el mundo trata de enmendar aquellas situaciones perdidas, compensar aquellos errores lamentados, o cerrar aquellas heridas que nunca cicatrizan. Para ello, primero está la aceptación, después el perdón con uno mismo y para con los demás, y más tarde, confiar en que esta vez, la oportunidad no escapará de nuestras manos, porque en esta ocasión, las cosas se harán de otra manera. Y creo que eso debían pensar la mayoría de los que conocí en mis dos años como voluntario para esa causa.

Reconozco que era frustrante ver como la mayoría de ellos recaían, y semana tras semana, veía como gente nueva ocupaba los asientos vacíos de aquella furgoneta. Sin embargo, sentía satisfacción cuando veía que algunos de ellos seguían y finalizaban el proceso establecido para su desintoxicación, y aunque con un gran esfuerzo, conseguían desengancharse y volver a disfrutar de una nueva oportunidad u oportunidades perdidas anteriormente. Incluso algunos de ellos, seguían en el propio centro, esta vez como voluntarios o monitores y precisamente como ejemplos de oportunidades aprovechadas.

Al final de cada año, a modo de homenaje por sus esfuerzos, nosotros, los voluntarios, organizábamos una fiesta en la casa de acogida, y en la que llevábamos aperitivos, postres y todo tipo de bebidas o licores sin alcohol. Y siempre, en ese tipo de eventos, alguno de los antiguos toxicómanos, ya rehabilitados y ahora siendo nuevos colaboradores en este proyecto de vida, entraban en el interior de un círculo hecho por todos nosotros, y daban una pequeña charla en señal de ánimo a quienes trataban de conseguir sus objetivos de rehabilitación. Mientras estaba distraído y tratando de colocar algo en una de las mesas de comida, alguien que venía del centro de acogida de Badajoz, entró en el círculo, y empezó a hablar algo así como ésto;

"Todos, absolutamente todos los aquí presentes, hemos estado alguna vez al filo de la navaja, al borde del precipicio, en constante peligro. Este peligro ha podido ser físico para unos, o ha podido ser inmaterial para otros, como el caso de aquellos que hemos jugado precisamente con la vida, los sentimientos o las circunstancias de otros, sin ser conscientes de que hemos sido nosotros mismos los que hemos estado expuestos al borde del abismo. Y vivir a veces ahí, al filo de la navaja, solo debe servirnos para ayudarnos a valorar y disfrutar de esta vida, única para cada uno de aquellos que queremos tener una nueva oportunidad en ella...."

Palabras profundas que al principio distrajeron mi atención, hasta que fijé ésta mucho mejor en el portavoz de las mismas, y quien al principio era irreconocible para mi, fue al poco que caí en la cuenta, que quien hablaba en el interior del círculo, de manera tan sensata y convincente, no era otro que aquel "gorrilla" que me apuntó varios años atrás, precisamente, con el filo de su navaja.

"¡Cuánta razón llevaba en aquellas palabras!", pensé para mí mismo....



Fuente de Cantos, 19 de mayo de 2017. Fotografía de Jesús Apa.
         

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario