viernes, 23 de febrero de 2018

Ave María Purísima

Llevaba años viajando de un lado para otro, sin un rumbo fijo, solo viendo mundo y, sobre todo, sintiendo como éste iba cambiando. Era consciente que todo llevaba otra velocidad distinta a la que había estado acostumbrado, de ahí que supiera que se necesita acelerar cada vez más para ir a la par. Pero, ¿a la par de qué? ¿de quién? "Supongo que al mismo ritmo de todos, del propio sistema", pensaba para sus adentros tratando de auto convencerse.  

También llevaba tiempo meditando la posibilidad de asentarse en algún lugar, cogerle cariño a algún sitio, a alguna mujer, hacer nuevos y definitivos amigos. Sentar unas raíces, cosa que no había conseguido aún en ningún lugar. Ese sitio parecía el adecuado, y además pensaba que ahí podría vivir usando su arte; solo precisaba de sus manos, su cabeza, su imaginación.

¡Y llevaba tanto tiempo desconectado del mundo! Lo primero que tenía que hacer era ponerse al día de todo, saber qué es lo que se necesita para acomodarse en algún lugar, empezar a hacer cosas nuevas, cosas típicas, seguramente esas que jamás pensó en hacer. Lo que la gente hace y practica digamos que casi a diario, embaucarse en esas experiencias. Así llegó a aquella plaza, de aquel pueblo cualquiera, sentado en ese frío banco de mármol, esperando que se le ocurriese algo que hacer para ir empezando. Podría ser una actividad cualquiera pero, ¿cuál?. Tal vez algo sencillo con lo que arrancar y sentirse bien para probar después con más, pero nada le llegaba a su mente.

En esas que pasó delante suya un señor vestido de negro, un hombre de mediana edad, alto y corpulento, con un pesado caminar. Su crecida barba, su disparatada calvicie y el arrastrar de sus pasos podían indicar que estábamos ante un señor tal vez descuidado, quizás aburrido con su vida, o es posible que decepcionado con su sino. Pero el alzacuellos blanco que cerraba su vestimenta justo bajo la barbilla, daba sentido a su apariencia. Entró despacio en la iglesia y cerró la pesada puerta tras de sí. Él aún sentado, quedó por algunos minutos pensativo. Al poco decidió levantarse del banco y siguió los pasos de aquel sacerdote para llevar a cabo su ocurrencia.

El edificio era amplio y frío, como todas las iglesias que recordaba haber pisado en su ya olvidada infancia. Una música suave provenía de gargantas gregorianas que daban eco a través de unos altavoces que pendían de algunas columnas. El suelo desgastado de mármol había dejado de contar sus innumerables pisadas y su reflejo se perdía con el comienzo de cientos de bancos de madera. En el centro de la iglesia, dentro de una pequeña casita de madera, estaba el cura sentado, con medio cuerpo a la vista y una indumentaria (la oficial para esos casos) que contrastaba con unos guantes negros que, dejando ver sus dedos, manejaban un teléfono móvil.

Al lado de la citada casita, lo que parecía el espacio reservado para quien quisiera hablar (confesarse en este caso) con el sacerdote. Mientras sus pasos iban en esa dirección, notó cierto nerviosismo, máxime aún cuando el cura levantó la mirada hacia él y dirigió sus ojos en un descarado sube y baja como de quien quiere memorizar a un individuo hasta el último detalle. Mientras ocupaba el lateral del confesionario, vio a través de la celosía de madera como el individuo de adentro cerraba la puerta central y dirigía su cuerpo hacia el lateral donde él estaba.

Tras un largo silencio, y sin saber cómo debía dar comienzo aquello, decidió hablar:

"Muy buenas señor. Me llamo Ernesto Blanco, ¿qué tal?"

Pudo comprobar primero, la cara de asombro del cura, más después observó que éste bajaba sus hombros de posición como si se relajara, o más bien como si se resignara a atenderle, y empezó aquella charla con él:

-- Hola hijo, supongo que has venido a confesar tus pecados, ¿no es así? --

"Si señor...si Padre,- rectificó ruborizado Ernesto -, pero creo que es la primera vez en mi vida que hago algo así, y ahora mismo no estoy muy seguro de cómo se hace, menos aún que necesite hacerlo"

-- Claro que sí, estoy seguro que lo necesitas pues hay un hecho innegable: todos los seres cometemos pecados, tenemos debilidades y errores, y sentimos la imperiosa necesidad del perdón. Yo voy a ayudarte a eso. Debes empezar diciendo "Ave María purísima", y después solamente tienes que sincerarte conmigo --

Tras otro profundo silencio, esta vez más incómodo que el anterior, comenzó las instrucciones:

"Ave María Purísima..."

-- Sin pecado concebida.... Dime hijo, ¿de qué quieres confesarte? ¿cuales son tus pecados? -- 

"Bueno, es que no estoy seguro de si he cometido pecados, sinceramente. Me considero un hombre honrado, una buena persona, y siempre que puedo procuro ayudar a los demás. No sé muy bien para qué vale esta testificación, este vis a vis hablado ¿Hay algún modelo o tipo de perdón común que deba confesarse?" 

El cura no salía de su asombro, pero decidió dar oportunidad a aquel extraño caso que se le presentaba:

-- Razones para confesarse hay muchas, pero una de ellas es que ayuda a hacer un examen profundo  de conciencia, y eso me conduce a saber qué pasa conmigo, qué he hecho mal, cómo voy en mi vida espiritual, me sitúa en una realidad que me hace conocerme y entenderme a mi mismo --.

"Bueno, si hay algo que estoy seguro que he hecho bien durante todos estos años, es precisamente a estar conmigo mismo, cosa que me ha posibilitado conocerme aun más si cabe, aunque supongo que algo malo habré hecho, como todo el mundo claro está, pero no sé en qué grado de levedad o gravedad."

-- De acuerdo, - contestó el cura -,  pero el acto de confesión también evita que me auto-engañe. Es muy fácil engañarme a mi mismo justificando aquello malo que hice, y tratando de suavizarlo. Cuando me confieso, con sinceridad me ubico en la justa dimensión de mis actos. Nadie es buen juez en causa propia. Mediante la confesión recibo consejo y orientación moral para luchar mejor contra las faltas que he cometido, esto me ayuda mucho para progresar en mi vida. ¿Entiendes ahora la importancia de confesar los pecados? -- , quiso explicar delicada y pacientemente el cura.

" ¿A pesar de que cuando he pensado que he cometido alguna pequeña falta, o dañado a alguien inconscientemente, y que haya procurado enmendar mi error rápidamente?"

-- A pesar de eso hijo. El perdón es algo que se recibe, no puedo otorgarme solo el perdón. Las condiciones del perdón las pone el ofendido, no el ofensor que limpia sus culpas por su cuenta. Y en este caso, es Dios quien perdona y tiene poder para establecer los medios para otorgar ese perdón. También tengo que decirte que entre ambos, tú y yo, existirá el secreto de confesión, cuya confidencialidad siempre será respetada --.

"De acuerdo, creo que siendo así quizás pueda exponer ante usted mis faltas o pecados. Me confieso que......., y que...., y que a veces también......, dicho lo cual, puedo decir que esos son mis pecados"

-- Muy bien hijo. Finalmente algo muy importante para tu reflexión; recibir todas estas gracias en el Sacramento de la Reconciliación me enseña a mi también a perdonar. Solo experimentando la Misericordia de Dios puedo aprender a ser misericordioso. Es ésta una de las virtudes de la confesión. Y ahora dime, ¿cómo te sientes? --

"Parece impensable pero, me siento mucho mejor. Es cierto que ha sido como un alivio"

-- Me alegro mucho hijo, tienes el perdón concedido por la gracia de Dios --

" Muchas gracias Padre. Y ahora..."

-- Pues nada más; ahora hemos acabado --

"No padre, aún no. Quiero decir, que ahora ya puede usted empezar a confesar sus pecados también".

El cura lo miró sorprendido, aunque quizás lo que estaba era sonrojado. Balbuceó, como queriendo decir algo pero no le salían ni una palabra.

Sí, ya sabe como empezar; con un "Ave María Purísima..."



Fuente de Cantos, a 23 de febrero de 2018. Imagen libre en la red.

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