viernes, 9 de febrero de 2018

La soledad

Fue hace algunos días en que Francisco, con más de 113 años a sus espaldas, decidió apagarse definitivamente. Como cuando lo hace una vela, que ilumina la estancia hasta el último suspiro y que, tras éste, decide evaporarse dejando tan solo un pequeño rastro de humo. Así lo hizo Francisco, en calma, en compañía de los suyos y con la certeza de haber cumplido su misión en este mundo (si es que tenía encomendada alguna más de la que simplemente vivir). No sé qué elementos o circunstancias decidieron cuánto viviría, y sería la naturaleza, es posible, quien se encargaría de decidir hasta cuándo. Lo que sí estoy seguro es que sus últimos años de vida ni tan siquiera fue él quien decidió cómo lo haría y quienes serían las personas que compartirían alrededor suya esos finales momentos.

Siempre que se hablaba de Francisco escuché que estaba al cuidado de sus dos hijas, quienes trataban de atender sus necesidades básicas pero además, y con gran hincapié en ello, trataban de hacerle compañía y compartir aún más momentos con este anciano señor. Además siempre había una silla dispuesta a ser ocupada por algún vecino o vecina, alguien quien quisiera compartir un café con él, una charla o simplemente, degustar de un momento a su lado haciendo alguna cosa en silencio, hasta que apareciera cualquier conversación sin que forzosamente ésta tuviera que provocarse.

Así que murió en paz, en calma, y su alma se evaporó como lo hace ese último humo de la vela, y lo hizo con la certeza de que su vida no fue presa de la soledad que arrebata a tantos y tantos ancianos en los últimos años de sus vidas. Esa chirriante soledad que sobre todo ataca a los ancianos de los cuales, sus seres querido olvidan que aún tienen algo que decir. O a esos nonagenarios a los que les es difícil moverse de manera independiente y que han sobrevivido a todos sus amigos. A su familia. A su época. Son esos ancianos los que cada vez tienen más dificultades de encontrar compañía en esta sociedad que está perdiendo, precisamente, toda la esencia de lo que supone el contacto físico y la relación directa entre las personas.

No cabe duda que las redes sociales van a ayudarnos a tender puentes entre las personas - de manera tecnológica -, pero van a influir mucho en conseguir aislarnos con nosotros mismos en otros muchos sentidos. Pongo de ejemplo esas personas mayores con los que muchos de sus familiares cumplen con una sencilla llamada, con un "esta semana no podré pasar a verte", con un mensaje tal vez lleno de cariño y amor, pero vacío de comprensión y recuerdos. Porque cuando esto ocurre, es que se ha empezado a olvidar que la soledad penetra en las personas como consecuencia del olvido hacia ellos de quienes aún forman parte de su vida.

La espectacular longevidad de los españoles (somos los segundos que más vivimos en el mundo, una media de 83 años, sólo unos meses por debajo de los japoneses) contribuye a ese panorama de aislamiento, provoca que la soledad invada el interior de las personas y los anule por completo. 

Y eso que pienso que la soledad es una asignatura necesaria para el desarrollo personal: uno debe aprender a vivir solo, a vivir consigo mismo, a poner el centro de gravedad en su interior. Pienso que sólo así se puede madurar y alcanzar cierta serenidad, y eso más tarde te llevará a poder establecer cualquier tipo de relación equilibrada y sana. 

La soledad ayuda a sentirnos y vivirnos a nosotros mismos más íntima e inmensamente, enseñándonos otro modo de percibir, sentir y experimentar. Hay que ejercitarse para estar bien en soledad y en compañía, y comprender que el problema no es la soledad, sino si la misma engendra un sentimiento de penumbra y malestar. Y no todo el mundo sabe como enfrentarse a ello.

Pero es evidente que somos animales que necesitamos de compañía, que necesitamos la conversación, la relación intelectual con otros, además claro está, del contacto interpersonal y físico. Necesitamos abrazar y ser abrazados y está probado que un abrazo disminuye el nivel de cortisona (la hormona del estrés) y la percepción del dolor. Quizás no está determinado cuántos abrazos precisamos al día, pero sí está claro que necesitamos saber que podemos abrazar cuándo así lo decidamos. 

En Reino Unido se acaba de crear la Secretaría de Estado para luchar contra la soledad. Varios estudios han determinado que la soledad está a menudo asociada a enfermedades cardiovasculares, demencia, depresión o ansiedad. Hasta 200.000 personas mayores en el Reino Unido no han tenido una conversación con un amigo o un familiar en más de un mes. El Gobierno tratará de apoyar la creación de asociaciones de mayores, incentivar al voluntariado o provocar eventos sociales para aquellos que han alcanzado la vejez. Esta "epidemia" de soledad estoy seguro tiene que ver con el debilitamiento de la sociedad de antes, esa que tejía conexiones entre las personas de manera natural y directa, fuera de cualquier tecnología.  

Hace apenas dos semanas, casualmente el mismo día que Francisco se apagaba, yo me dirigía por algún motivo personal a la pequeña ciudad de Tacuarembó, en Uruguay. Tras preguntar a varias personas, al fin encontraba la Residencia de Mayores "San Vicente de Paul", para después hacer una simple visita. Al principio me pareció el lugar que imaginaba, tranquilo y con un remanso de paz que era propio, o tal vez idóneo, para un sitio de éstos, dónde más de 40 ancianos pasarían los últimos años de su vida.

Un edificio de una sola planta, de forma rectangular, dónde la luz del sol entraba a su antojo y exponía la avanzada edad del edificio, tan senil como de quienes lo ocupaban. Aún así, sus arrugas (grietas en este caso) parecían hechas a propósito, sus colores ya desgastados estaban sintonía con quienes lo habitaban, pero sobre todo se trataba de un edificio que te invitaba a pasar a su interior, darte la bienvenida, era como si quisiera hablarte pero que no le salían las palabras.   

Tras llevar mis pasos por la cocina, el salón, incluso entrar dentro de los dormitorios de los ancianos, trataba de saborear el sentimiento que cualquiera de aquellos residentes pudiera sentir. Me puse en el lugar de cualquier de ellos (cosa difícil), y quise que aquellas estancias me supieran a paz, sosiego, amor y calma. Pero no pude evitar sentir el sabor agridulce del olvido, de lo acabado..., el sabor amargo de la soledad. Me entristeció sentir que en un lugar lindo como aquel, aislado de cualquier ruido, en medio de un frondoso campo verde, lleno de naturaleza viva, y en un fabuloso día de verano como era ese, pudiera tener frío, pudiera sentir tanto desamparo, percibir la nostalgia y melancolía que invade a veces los cuerpos como si no tuviera piedad de ellos.

Fue después de esta visita que me llegaron muchas reflexiones sobre cómo llega y atrapa esta triste soledad a las personas. Que llegar a una edad avanzada es una suerte (más aún envejecer en compañía), que no depende ni tan siquiera de ellos, pues después de quizás haber tenido una vida plena, de tal vez haber formado una gran familia, haber llenado de amor a cada uno de esos miembros, construir un hogar, dar y transmitir lo mejor de cada uno y así como querer seguir haciéndolo, no haya quien se los tome en serio. 

Que pueden llegar a tener una vida completa y en la mayor parte de ella, rodeados de seres queridos, familiares o amigos. Pero llega un momento que esa situación ya no depende de ellos, sino que esa responsabilidad ya le corresponde a los de antes. 

Tal vez en Reino Unido haga algo productivo esa Secretaria de Estado para la lucha contra la soledad, incentivando que se formen voluntarios para que pasen el mayor tiempo posible con los ancianos que ya no tienen a nadie, pero la peor parte de la soledad es saber que has dado tanto amor, que has tenido que decir tanto en esta vida, que has luchado con todas tus fuerzas por ser alguien, al menos para alguien, y que caigas en el olvido para quienes aún en vida, acumulan todos tus recuerdos. 

La soledad entonces no es un problema que se da en la vejez, sino más bien, es una solución que está en quienes aún no hemos llegado a ella. Tal vez bastaría con no olvidar a quien aún, con tanta intensidad te recuerda....



Hogar San Vicente de Paul, Tacuarembó, Uruguay. Enero de 2018. Fotografía de Jesús Apa.

     

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