viernes, 11 de mayo de 2018

Los sueños

Trataba de recordar los sueños de entonces, de cómo eran en mi infancia, sueños de una época muy distinta a ésta. Intentaba recrear en mi cabeza cómo sería, llegando rápidamente a la conclusión de que los sueños están íntimamente relacionados con lo que se hace en el día a día, con lo cual, se soñaba tal y como se vivía. Así que supongo que llegaría a casa agotado, después de todo el día jugando en la calle, porque antes, era dónde se estaba y aprendía de la vida. Y la calle eran nuestras redes sociales, más auténticas que las de ahora (y pensándolo bien, hasta la calle ha cambiado).

Sería cerrar los ojos y empezar a maquinar; estaría tirado en cualquier suelo verde y fresco del campo, rodeado de algunos amigos y mirando hacia el cielo, azul como solo él sabe conseguir ese color, jugando a descifrar las figuras que hacen las nubes en su contoneo y vaivén; "Esa parece un oso, esa otra un árbol. Mira aquel conejo, y tú observa esa, que es un león con su melena y todo", eran las más habituales de distinguir. Creo que el cielo es algo que no ha cambiado. Su significado, en cambio, para mi, tal vez sí que lo ha hecho. 

Soñaría que estaba de nuevo en esa esquina de mi barrio, y que, aunque ya pertenece a otra casa, la recuerdo aún esperando al grupo de mis amigos. Entonces no había horarios, ni citas, ni convocatorias, se salía y se esperaba a que buscaran el beneplácito y el permiso adecuado en casa para salir e ir en busca del resto. Normalmente se esperaba a los demás en un sitio fijo, casi siempre en esa esquina, pero si ahí no había nadie, uno pensaba que sería el primero en llegar, o pasado un tiempo considerado suficiente, se iba a otros posibles lugares donde pensábamos que estaría el entretenimiento. Pero la esquina, era el primer sitio donde acudir, confiando en que la gente llegara poco a poco, y con suerte, que viniera también aquel que tenía la suerte de contar con una pelota de futbol. En una última, se iba a llamar a las casas; "Toc Toc. ¿Está Marcos? ¿Va a salir?"

Y lo normal sería actuar en los límites del barrio. Porque los barrios antes, tenían fronteras. Simbólicas, pero las tenían. Y uno pertenecía a ese lugar con un orgullo encomiable. Claro que no había acentos que nos marcasen del resto, pero uno era de ahí por delante de otro lugar, y si tenía que moverse a otro barrio del pueblo, para jugar, buscar otras aventuras o porque estaba acordado así, uno sabía bien dónde estaba su fuego encendido. Nunca traicionaríamos a nuestros amigos, y con ello, a nuestras normas, nuestras manías, ni tan siquiera el escenario de nuestros sueños.

Y pienso, que esos sueños estarían repletos de aventuras del día anterior, llenas de "elocuencias agamberradas". Subíamos las escaleras del revés y las bajábamos de cabeza, o nos colgábamos boca abajo de los árboles, como los murciélagos, descubriendo ahí la ley de la gravedad mucho antes que en clase de física. Subir al columpio y multiplicar su velocidad por el espacio-tiempo adecuado que nos permitiera saltar y llegar más lejos que nuestro récord anterior. Pero también ir calmado en el columpio era frecuente; ahí era donde se solían tener las conversaciones más profundas con el amigo que tenías al lado. Era una confesión en toda regla, pero sin normas ni leyes, y todo era confidencial.

Pero nuestra mente, natural como era, solía pensar desordenadamente y parecía que todo era apropiado a ello. Algo gamberra, callejera. Y es que las calles eran un poco así, y de tierra, y eso se notaba en tu ropa. Los remaches en las rodillas de los pantalones no eran de rezar, ni las coderas cosidas en los jerseys eran de estudiar. De esas calles y plazas salían las piedras con las que castigábamos a los perros vagabundos y a los gatos que daban sus paseos en los tejados. Hoy pocos se ven de todos ellos, aunque creo que hubo una época en que de seguir así, los hubiéramos extinguido del planeta, al igual que las lagartijas, aunque de éstas, lo que más nos gustaba era ver cuánto tiempo seguiría el rabo moviéndose una vez lo despegábamos de su cuerpo.

A veces incluso esas piedras también formaban parte de la comprobación de nuestro estatus dentro del grupo, pues éste, estaba muy relacionado con la puntería o habilidad con en sus disparos. Así soñábamos que de una pedrada acertábamos de lleno en esos gatos y perros, o rompíamos aquella solitaria bombilla que quedaba en la calle, o abatíamos a algún pájaro (las más difíciles las golondrinas) o bien, y quizás el juego menos agresivo que hacíamos con esas piedras, era cerca de un río o un lago, porque entonces, buscábamos las más lisas y planas, nos poníamos casi en cuclillas, las lanzábamos a ras del suelo, y contábamos las veces que saltaban sobre las aguas antes de hundirse.

Éramos duros de pelar, valientes, atrevidos, temidos y descarados. Al menos eso pensábamos cuando íbamos en grupo; nadie podría con nosotros, porque éramos eso, un grupo, de verdad, no como los que hay ahora. Al igual que nuestros sueños, eran verdaderos, no estaban adulterados con todo el veneno que hoy hay en la calle. Ojalá volviera todo aquello, esas aventuras improvisadas, esas conversaciones sin "faltas de ortografía", esos grupos sin tener que silenciarlos. 

Pero hay que asumir que todo ha cambiado. Sin ir más lejos, los sueños, ya no son los que eran, y aunque los de ahora son los que son, ojalá volvieran los de antes...



Paris, 11 de mayo de 2018. Imagen libre en la red.        

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