viernes, 21 de junio de 2019

Recuerdos de verano

Sentada en aquel añorado y antiguo café, a través del enorme ventanal, quería disfrutar de ese atardecer. Frente a ella, una hermosa plaza se presentaba a esas horas concurrida y animada de las gentes del pueblo. Una gran fuente presidía todo aquel espacio alrededor de la cual, se podía apreciar que las personas disfrutaban de aquella tarde.

Gentes que conversaban entre ellos, otras personas que descansaban en los múltiples bancos perfectamente alineados en las zonas ajardinadas, y varios niños y niñas jugaban y corrían unos tras otros. A pesar del alboroto, se respiraba una calma y sosiego especial.

Esa tarde era el solsticio de verano y ella, había decidido regresar, no sabía aún por cuanto tiempo, a la casa de su infancia. Desde la esquina de la calle, momentos antes, ya había percibido esos olores y sonidos que la llevaban a la nostalgia. Tal vez agridulce, porque ninguna añoranza produce la alegría o la tristeza completa. Eso le estaba ocurriendo a ella y no quería buscar explicación alguna.

Y también le venían a su memoria en aquel momento sus días de verano en el pueblo. Volvió a ella ese característico aroma que te dejan los atardeceres, ese frescor agradable, en todos los sentidos, en todos los ambientes. El olor a jazmín que queda suspendido en el aire por tanto tiempo. Y es que los veranos tienen esas cosas tan variables pero apetecibles; de repente hay un cambio oportuno de ropa, un cambio adecuado de hábitos.

Entonces añoró cómo se tomaba antes ese tiempo de su infancia. Acostarse tarde sin preocupaciones. Arroparte en las primeras horas de la mañana con las sábanas que poco antes desechaste porque eran demasiado frescas para entonces. No tener horarios, estar sin hacer nada pero en cambio, sin perder el tiempo. 

Y recordaba las habitaciones frescas de aquella casa. La entrada de la luz del sol como nunca había visto en otro lugar. Las conversaciones mañaneras de su madre con sus tías y vecinas. Las carreras de sus primos por los pasillos. Las macetas recién regadas en el patio de atrás. Luego llegaban esos silencios de las siestas; necesarios para el descanso de los mayores, y para la impaciencia de los más pequeños, dónde lanzan al aire suspiros, confundidos con bostezo de aburrimiento.  

Y es que en verano siempre había un tiempo para todo. Un tiempo para conocer nuevas amistades, un tiempo para ese primer amor. Un tiempo para descansar, otro para lo contrario. Y así, van pasando esos largos días, esas cortas noches.

Volvió en sí cuando se acercó el camarero y le sirvió la copa de vino blanco que había pedido. Fue en ese mismo instante que las luces de la plaza se encendieron y, de la fuente y del propio suelo salieron unos enormes chorros de agua hacia arriba. Los niños, que parecía esperaban aquel momento, ni cortos ni perezosos no dudaron en atravesar los saltos verticales de agua y empaparse completamente.

Las madres se lanzaron hacia ellos para evitar lo que ya era inevitable mientras otros reían por aquella improvisación ingenua y atrevida. El camarero, que estaba aún de pie junto a ella y había contemplado la escena, pensó en voz alta mientras se retiraba;

"Desde luego, parece que hay gente que viene a este mundo solo a pasar el verano".

Ella sonrió por el comentario, tomó su copa de vino y quedó largo tiempo disfrutando de lo que tenía frente a ella. Total, al día siguiente no tendría que madrugar. Ya pensaba en si aún conservaría en el viejo baúl aquellas frescas sábanas...



Cabeza la Vaca, 21 de junio de 2019. Imagen libre en la red. 

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