Los días de noviembre en el pueblo, pasan sin pasión y descanso. Las tardes, sobre todo, logran enraizarse a la mezquindad, tiritan. Las ramas huesudas bambolean clamando al viento frío que pare. Abajo, la neblina se enrosca en los tallos y llega a estrangularlos. En el aire se extiende una tristeza húmeda y amarga.
Hay una mano sobre la ventana que la limpia de la escarcha y descubre su sonrisa cuando mira al gatito que acecha sobre el alféizar, a través de la niebla, buscando la forma de entrar adentro. La luz tenue del fuego envuelve y abriga la sala. Quien está en su interior, no necesita nada más que, precisamente, estar ahí.
Esa configuración del exterior, inhóspito y desolador, y el interior, cálido y acogedor, es lo que suele llamarse como hogar. Todo el mundo debería haber tenido al menos uno, al menos alguna vez...
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