Todos los últimos días del año, por una razón que ignoro, despierto de madrugada y me levanto a caminar por el patio extenso de mi casa. En algunas ocasiones me he sorprendido mirando al cielo, y quizás sean las luces de colores, la nostalgia del año que acaba, o tal vez los azahares del naranjo, los que avivan mi vigilia.
No sé qué me pasa, pero cuando regreso a la cama, se me vienen a la cabeza los propósitos incumplidos del año que acaba. Me digo; ya está mi subconsciente martirizándome. ¿Para qué planeo cosas cada año nuevo y que no llevaré a cabo?
Tiendo el lecho, lo golpeo para hacerlo confortable y después, cierro cuidadosamente los ojos pensando en que el próximo año, o sea, mañana, no pensaré en ninguna promesa más, que la de dejarme llevar y vivir intensamente. Pero cierto es, que también hay que vivir con algún objetivo o meta.
Ahí toco mi panza y voy a la cocina. Al menos, he de cumplir con el propósito de acabar la caja de mantecados que aún está por la mitad...
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