En el viejo sillón María recostaba su espalda, mientras que Soledad se sentaba en el borde de la cama cada noche. No hablaba, más su presencia era un peso constante sobre los hombros de ella. Tristeza llegaba más tarde, siempre con los ojos húmedos y un murmullo que apenas podía escucharse.
-- Aquí estamos otra vez --, dijo Soledad con un susurro, que sonaba más a constancia que a reproche.
María no respondió. Apenas tuvo fuerzas para apartar la mirada de las paredes que ya conocía demasiado mientras observaba de reojo a Tristeza, con su paso lento y arrastrado, dejando un rastro de melancolía en cada esquina de la habitación. Traía consigo ese aroma a lluvia reciente y un murmullo constante, como un río que no cesa.
—Nunca se van — pensó en voz alta María, apretando los brazos del sillón con fuerza.
Ambas se miraron. No hicieron ademán de marcharse. María tampoco lo pidió.
Al amanecer, Esperanza tocó la puerta, pero ninguna de las tres se levantó para abrirle.
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