Estando estos días en Brasil, me he dado cuenta que tenemos muchas diferencias, no solo cultural, sino que sus formas de vivir en la calle me llevan 20 o 30 años atrás. Y no es por desmerecer al pueblo brasileño, ni mucho menos, simplemente es que son diferentes maneras de vivir y tienen hábitos totalmente diferentes y respetables.
Pero me ha llamado la atención de que se pueden encontrar muchos perros en la calle, seguramente que nacieron y nunca tuvieron dueños, o muy posible que han sido abandonados. Esto es algo inusual en España, pues un perro abandonado en la calle, suele acabar en una perrera municipal, en el mejor de los casos.
Pero claro, siempre hay alguien que quiere cambiar ciertas cosas que, aunque de inicio pueden parecer muy difíciles, un acto de bondad, lleva a otro, y se forma una cadena de buenas acciones inimaginable.
De eso trata la historia del sacerdote brasileño João Paulo Araujo Gomes, quien lleva a sus misas a los perros abandonados para concienciar a sus feligreses y que estos los adopten. Y no sólo les da un techo bajo el que vivir y promueve su adopción sino que además se encarga de darles todos los cuidados que los animales necesitan hasta que son adoptados.
De ahí, nace este microrrelato, inspirado en esta maravillosa historia del cura João Paulo;
"Cada domingo, el padre Joaquim esperaba junto a la entrada de la iglesia con un compañero nuevo. No llevaba sotana, sino una correa en la mano y una mirada compasiva. Ese día, el invitado era Bruno, un mestizo con el rabo entre las patas y el alma rota por el abandono.
Durante la misa, Joaquim no habló del pecado ni de las pruebas divinas. Habló del amor que sana, de la compasión que transforma, y presentó a Bruno con una sonrisa esperanzada. "Los actos de bondad —dijo— no solo salvan almas, también salvan vidas".
Al final de la misa, Ana, que había ido a buscar consuelo tras perder a su esposo, se acercó al altar. Bruno, con ojos cautelosos, la miró. Fue un instante, apenas un roce de confianza, pero suficiente para que Ana decidiera llevarlo a casa.
La semana siguiente, Ana volvió con Bruno, ahora con el rabo alto y el corazón pleno, y ofreció donaciones para los otros perros de la plaza. Sus vecinos, conmovidos, comenzaron a sumarse. Primero con comida, luego con adopciones.
El padre Joaquim sabía que su misión iba más allá de predicar. Al cambiar la vida de un perro, cambiaba también la de una persona. Y, en ese entrelazarse de almas y actos, entendió que la bondad siempre vuelve, multiplicada."
Leyendo la historial real de este sacerdote, me quedo con este frase; "Sueño con una casa de paso, con un pequeño hospital veterinario, un lugar donde los animales callejeros muy enfermos, heridos y en estado crítico puedan ser auxiliados, recuperados y puestos en adopción (...) Dinero no tengo, recursos me faltan, pero tengo fe".
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