Manuel siempre tomaba el último pedazo. En cenas familiares, en reuniones con amigos, en cualquier mesa donde hubiera algo que repartir. Lo hacía con naturalidad, como si le correspondiera por derecho.
Un día, en una expedición en la montaña, una tormenta los dejó atrapados en una cueva. La comida escaseaba y cada uno racionaba lo poco que tenía. Cuando vio el último trozo de pan en el fondo de la mochila común, no dudó: lo tomó y lo devoró a escondidas.
Por la mañana, sus compañeros, hambrientos pero unidos, compartieron sus últimas fuerzas y encontraron el sendero de regreso. Manuel, en cambio, débil y solo, no tuvo fuerzas para seguirlos.
Ahí, en la inmensidad de la montaña, comprendió que su verdadera hambre no era de comida, sino de solidaridad. Pero ya era tarde.
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