domingo, 28 de septiembre de 2014

El viaje de Annie

Era una mañana soleada de septiembre, hace ya algunos años. Yo la esperaba pacientemente en mi casa, aunque aún no la conocía, sabía que sería puntual. Extremadamente puntual. La casa olía a café recién hecho, aunque también tenía preparado un té y algunas pastas compradas del día anterior. Desde la ventana observé que aparcaba su coche frente mi puerta, bajaba con su pelo negro mojado, un vestido violeta, unas botas negras sobre unos leggins del mismo color, un bolso de muchos colores y una carpeta color marrón. Miró su móvil, para así cotejar la dirección de mi casa a través del mensaje que yo le había enviado en días anteriores, cruzó la calle, y tocó el timbre de la entrada. Salí a recibirla con un tembloroso "hello", ella sonrió y siguió mis pasos hacia adentro. Era inglesa, y su papel sería el de ser mi profesora.

Ya esa mañana, la primera de muchas otras mañanas de sábado, supe que era una persona especial. Me resulta fácil descubrir eso aunque no es habitual encontrar personas así. Subimos las escaleras y le indiqué el lugar que ocuparíamos para impartir las clases. Una mesa ovalada de cristal, en un espacio abierto y luminoso, con estanterías llenas de libros a su alrededor. Yo volví a bajar para preparar un café, pues esa había sido su elección. Mientras esperaba, miraba a los lados como tratando de averiguar que clase de persona sería su alumno por esa mañana. Mientras subía dos cafés y algunas pastas en una bandeja de madera, vi como me observaba y sonreía de manera tierna. Ocupé mi asiento, le ofrecí su café y miré el reloj de agujas que estaba sobre una estantería. Marcaba las 10 am en punto, y mis clases de inglés iban a dar comienzo. Iba a ser una hora muy larga.

Decidí empezar a hablarle de mi vida, de mi trabajo, de mis aficiones, de mi día a día. Entendía que era la mejor manera de romper el hielo Ella me escuchaba atentamente, como siempre hace, pero a la misma vez anotaba en una libreta mis dudas, corregía algunas de mis frases, y trataba de asegurarse que daba los tonos y la pronunciación correcta a las palabras. Paradójicamente y a pesar que era yo el que hablaba, buscaba conocerla un poco más. Solamente tendríamos una hora, pero sería suficiente para descubrir que se trataba una persona dulce, cariñosa, educada y sobre todo sensible, muy sensible. Esa fue la primera impresión que me llevé de ella, y evidentemente, no me equivocaría.

Así fue pasando el tiempo, fueron llegando más sábados a las 10 de la mañana y que, tras saludarnos efusivamente, comenzábamos nuestras clases de inglés, que no eran más que charlas apasionantes sobre nosotros mismos en su idioma nativo. Hablar de la vida, de nuestras familias, amigos, nuestras aventuras, era algo esperado durante toda la semana. Le pedía opinión sobre decisiones que debía tomar, sobre cosas que pasaban en mi rutina diaria, ayuda sobre mi trabajo, y durante esas conversaciones comenzamos a conocernos el uno al otro. Confianza, respeto y admiración, eran mis sentimientos hacia ella. De repente esa hora "de clase" pasaba volando.

Nuestro primer viaje juntos fue a Finlandia. Era Febrero y deberíamos soportar temperaturas de -30ºC. Era un viaje de trabajo, y se decidió esa fecha pues la idea era conocer el estilo de vida de los finlandeses, y que mejor manera de hacerlo, que soportar su duro invierno. Y así fue como llegamos a un lugar completamente nevado, blanco y luminoso en sus pocas horas de luz, y donde nos esperaba una increíble aventura. Antes tendríamos varios días de trabajo y de intercambio de experiencias con varios países del norte de Europa. Ella iba en calidad de profesora, y aquel sería un viaje enriquecedor en todos los sentidos. Yo me preocupaba que estuviera bien y se sintiera cómoda en todo momento, pero desde el principio supe que así era.

Una vez pasada toda la semana, llegó el viernes. Dejaría de ser un viernes cualquiera, pues cada vez que hablamos de él, ella lo recuerda como uno de los mejores días de su vida. Y es que en ese día de descanso, y para finalizar nuestra estancia allí, nuestros anfitriones del norte nos tendrían preparado un sinfín de actividades. Así fue como a media mañana, nos enfundamos en nuestros trajes de nieve, y sobre un lago helado comenzaron nuestras aventuras. Desde recorrer el lago en moto, a hacer zumba y bailar de manera divertida con el resto de integrantes. Jugar a una diversidad de juegos sobre la nieve, ver como se pesca en las aguas heladas haciendo un agujero para introducir el hilo de seda y el señuelo. Estar en una cabaña alrededor del fuego y asar salchichas atravesadas en un palo, beber el exquisito vodka finlandés, o pasar del calor de la sauna a las gélidas temperaturas de la nieve o del propio lago, era de cuanto teníamos que preocuparnos.

Yo creo que jamás he visto a alguien disfrutar tanto. Su alma de niña pequeña, que siempre va dentro de ella, había salido de repente, para disfrutar sin importarle la imagen que pudiera dar por ello. Reía a carcajadas, bailaba, saltaba o se tiraba sobre la nieve dando vueltas sobre sí misma. Yo me comportaba tal cual. Absorbía cada momento como un niño pequeño. Un día increíble, radiante, que nos permitió olvidarnos de todo y nos dio la posibilidad de conocernos aún mejor, en otro ámbito, aunque no fuera el nuestro propio. Un viaje cargado de felicidad, alegría y de sentimientos puros.
Cada vez que hablamos de ese viaje lo hacemos con una enorme sonrisa, con emoción, con unos recuerdos imborrables. A pesar que lo disfruté de una manera apasionante, ese fue "su viaje". Ese fue el viaje de Annie.
Pero lo que ella no sabe, es que a la misma vez hizo otro viaje. Uno al interior de mi corazón y del que nunca saldrá.






Annie, en Calera de León (España) y Jurva (Finlandia). Fotografías de Suvi-Tuulia.

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