jueves, 11 de septiembre de 2014

Chanelle

Un sol camuflado entre nubes trataba de indicar que la mañana en Trois-Rivières, ciudad situada entre Quebec y Montreal, había comenzado. Yo me sentía nervioso. Pero eran unos nervios de emoción. Recuerdo que apenas dormí en toda la noche. Mi amigo Pierre St. Germain me había propuesto hacer una excursión que difícilmente olvidaría. Y no lo haría por muchos motivos.

La proposición de ir a ver la migración de las ballenas hacia aguas polares, concretamente hacía Alaska, en su búsqueda de alimentos y apareamientos era algo excitante. Y más aún si el avistamiento sería montado en un barco, y a escasos metros de estos mamíferos. Iba pues a ser algo único, apasionante, algo extraordinario. Pocas oportunidades se tienen de ver algo así. Sería un viaje de un día, se presentaba agotador, algunos cientos de kilómetros en una auto caravana, pero sabía que sería inolvidable. Antes debíamos recoger al resto de pasajeros.

A pesar que no era excesivamente temprano, ella salió de la casa con pequeños pasos. La mañana estaba un poco fría y llevaba una rebeca con capucha de color rosa, unos pantalones blancos y unas botas de agua blancas y con lunares de muchos colores. Su pelo dorado y sus ojos azules la hacían parecer como si saliera de una revista de moda. Yo desde mi posición la observaba disimuladamente viendo como se acercaba al vehículo en el que compartiríamos varias horas de viaje. Subió a la caravana y no me saludó. Aún parecía dormida. También daba la sensación de estar triste, pero no quería seguir mirándola. Era demasiado tímida como para que además se sintiera observada por mi.

El sol seguía jugando con las nubes, pero dejaba suficiente claridad como para ver el hermoso paisaje que pasaba frente a mis ojos como una exposición parpadeante de fotografías. Volví a mirarla y dormía. Su flequillo caía a un lado de su cara y su cuerpo iba inmóvil frente a mi asiento. Incluso dormida seguía mostrando su tristeza. Sus padres estaban más cerca del divorcio que nunca. Su madre, bebía a diario hasta emborracharse y hoy, iba durmiendo, aún oliendo al alcohol de la noche anterior, en la cama que estaba al fondo de la caravana. Ella estaba sufriendo todo eso, y yo lo sabía. Me gustaría que durante hoy al menos, se olvidará de todo ese dolor.

Nuestro viaje continuaba lentamente. Yo quería absorber cada momento y en la espera hasta llegar al destino veía una guía sobre el acontecimiento que nos esperaba al medio día. Y digo veía, pues estaba escrita en francés, pero ilustrada con bellas imágenes de ballenas, focas, morsas y leones marinos. Decido levantar la vista, y de repente percibo que ella me miraba disimuladamente a través de su pelo. Al darse cuenta, volvió a cerrar los ojos en un suave movimiento como sí estuviera despertando de un bonito sueño. Yo no bajé mi mirada esperando que ella abriera de nuevo sus ojos azules. Y lo hizo. Y volvió a cerrarlos. Era muy tímida!!

Mi entusiasmo por el viaje no era ajeno a lo que pasaba a mi alrededor y provocaba una gran necesidad de hablar con ella, sonreírle, mirarla sin tener que apartar mi vista debido a su timidez. Mi distracción por el hermoso paisaje solo era interrumpida por la curiosidad incitada en mí, hasta que, al fin, llegamos a nuestro destino. A unos pocos metros de nosotros ya podíamos ver el embarcadero, un pequeño edificio donde intuía que se gestionaba la subida al barco y un gran aparcamiento frente al mismo. Y fue justo en el instante en que Pierre estacionó el vehículo cuando, como si supiera en todo momento cuando llegaríamos a nuestro destino, se despertó, quitó torpemente el cinturón que la sujetaba al asiento, y salió de la caravana junto con sus dos hermanas mayores, sobre las cuales yo ni tan siquiera había prestado atención, como si solamente hubiera existido ella en el viaje.

Una vez estábamos todos subidos en el barco, y pasados los momentos de su salida del embarcadero, buscando el mejor lugar para avistar estos animales marinos, la vi con su capucha rosa cubriendo su cabeza, junto a una de sus hermanas. Me acerqué a ellas, y mirando a su hermana, ésta entendió que la quedaría en buenas manos y se marchó buscando otro lugar. Toqué su hombro para que se percatara de mi presencia. Ni siquiera giró su cabeza. Su mirada seguía fija en el océano. Sabía que era yo quien la tocaba. De repente, y sabiendo que no iba a rechazarme, la cogí de la mano, la apreté suavemente para llamar su atención, me miró, y yo le sonreí. El momento era mágico. En medio de la nada, donde solo se escuchaba el ruido del agua chocando contra el barco. No me rechazó.

Una vez mar adentro, empezamos a ver a estos animales en su suave pero a la vez pesado desplazamiento. El escenario era algo increíble, maravilloso. Ella empezó a inquietarse de la emoción. No era para menos. Ver a ballenas buscar la superficie para respirar a apenas unos metros de distancia de nosotros, es algo sensacional, sobrecogedor, emocionante. Al pasar una ballena con su cría, señaló agitadamente, movió mi brazo enérgicamente indicándome el lugar, y emitió un ligero chillido por la emoción. Su desconocimiento de mi idioma, pues solamente hablaba francés, le impedía contarme todas las sensaciones y emociones que estaba sintiendo. Durante dos largas horas me llevaba de la mano de un lugar a otro del barco, indicando con sus dedos a todos lados, viendo focas, leones marinos, morsas. Gestos repetitivos de una alegría que parecía que llevaba toda la vida reteniendo en sus adentros. Ella disfrutaba el espectáculo que la naturaleza le estaba regalando, y yo no quitaba mis ojos sobre ella. Así hasta que llegamos al embarcadero de nuevo pasada las últimas horas de la tarde.

El viaje de vuelta en la caravana fue todo lo contrario al que habíamos tenido en la mañana. Reíamos, cantaba con sus hermanas canciones en su idioma, jugábamos a distintos juegos, todo ello sin alejarse de mi lado. Estábamos disfrutando del momento, hasta que, mientras veíamos de nuevo la revista donde se ilustraban los animales marinos que habíamos observado horas antes, me cogió la mano, apoyó su cabeza en mi hombro y cerró sus ojos azules para dormir. Afuera ya había anochecido, y yo me quedé totalmente rígido en mi asiento para que no se despertara con mis movimientos, y dejarla que siguiera soñando, a buen seguro, con ballenas, morsas, focas, y porque no, que siguiera soñando conmigo y el momento que habíamos vivido juntos.

Un poco antes de la medianoche llegamos a su casa. Había sido un viaje increíble, sobre todo la última parte del mismo. Su madre se acercó a ella desde la parte de atrás de la caravana, la cogió del brazo, y la despertó bruscamente de su sueño. Yo miré el gesto con tristeza y salí tras ellas. Avanzados unos metros y ya casi perdida en la oscuridad, se paró, se deshizo del brazo de su madre, y como si se hubiera olvidado de algo, a pesar que aún iba casi dormida, se giró dirigiéndose hacia mi que aún estaba junto a la puerta del vehículo. Vi como se acercaba y cuando estaba cerca de mí, pude apreciar el brillo en sus ojos y la sonrisa que había tenido durante toda la tarde. Como si supiera lo que iba a hacer, me agaché, y recibí un beso en la mejilla. El beso más bonito que jamás me habían dado. Me miró, volvió a sonreír, y se marchó. No me quedó ninguna duda de que, al menos durante ese día, había sido la niña más feliz del mundo.

Se llamaba Chanelle.



Chanelle, hija de Pierre St. Germain. Canadá. Fotografía de Jesús Apa

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