lunes, 1 de septiembre de 2014

Decir adiós

Siempre he amado viajar, cualquiera que fuera el destino y la forma de hacerlo. Esa sensación de sentir que durante un periodo de tiempo, ya sea corto o largo, formarás parte de otra vida, otro lugar, otra cultura, es algo único. Pero es cierto que mi manera de preparar un viaje ha cambiado a lo largo de los años. Y evidentemente, no estoy hablando de preparar una ruta turística, buscar un buen vuelo, o el simple hecho de hacer una maleta, porque, la maleta va cargada de equipaje, pero vuelve llena de experiencias. Es por ello, que de un tiempo a esta parte, más que preparar una bolsa donde metes lo necesario para ese periodo de tiempo, suelo dedicarme a "preparar el corazón".

Quiero creer que todo es positivo. Leer algo sobre un lugar determinado te traslada hacia allí, tener experiencias en ese lugar, te hace no volver nunca de él. Cada vez con más insistencia, soy de los que pienso que cuando finaliza un viaje, comienza otro en tu interior aún más apasionante.

En todos y cada uno de mis viajes he conseguido quedar atrapado por algún motivo. Ya sea por las personas que me han acompañado en él, ya sea por la inyección moral que me causó ese viaje, o bien por las personas que me encontré en el camino. Personas, que de una manera u otra ya no saldrán de mi vida y dejarán huella en ella. Pero no puedo negar que a veces resulta duro conocer a gente interesante en la vida, y pensar que jamás volveremos a encontrarnos con esa persona.

Jorge Machado es un uruguayo de "pro". A pesar que en su día su condición política le hizo desertar de su país y buscarse la vida en otros lugares del mundo, sus orígenes le hicieron regresar a su patria. Con corazón humilde y mente íntegra, y unos ojos increíblemente azules que resaltan aún más con el blanco de su cabeza, Jorge me acompaña de alguna manera en este viaje al Uruguay. Le encanta compartir mesa y disfrutar de una buena conversación. Hospitalario, generoso, sencillo, y descarado, como no. Sabe como tratarte, respeta tu tiempo, tu libertad, tu "derecho" a disfrutar de la soledad que toda persona necesita en un viaje.

Le gusta que le hable de cómo vivo, qué hago, cómo es mi rutina, y porque no, le gusta curiosear, y lo hace de la manera más respetuosa y sutil que jamás he visto. Pero ya tiene sesenta y tantos y "chochea". "Pero Jorge, cómo me haces esas preguntas?", le espeto ante otro atrevimiento suyo. "Voooo", me dice casi cantando, la palabra más repetida por un uruguayo, "son preguntas sin malicia", continúa diciendo, siempre mirándome fijamente con sus ojos color cielo. Es un experto en querer saber sobre la vida amorosa de uno. No puedo negar, que incluso con ese descaro, ha hecho que se convierta en una persona admirada y querida por mí.

Esa noche iremos a cenar juntos. Pero no es una noche cualquiera. Sorprendentemente infiel a su puntualidad, Jorge me espera. Eso ya hace que nuestro encuentro está siendo diferente. "Vooo, que linda noche", me dice con cierto halo de tristeza para justificar cualquier ausencia de abrigo en su vestuario. Entramos en el restaurante y pasamos desapercibidos entre el resto de comensales. No hay mucha gente. Buscamos una mesa, y como de costumbre, ocupamos dos. Somos altos, y queremos comodidad.

Pero hoy Jorge se muestra distinto. Es difícil ver nervioso a una persona con tanta templanza. "Y qué has hecho esta tarde?", le pregunto por segunda vez. "Pasé toda la tarde planchando y preparando la maleta", me dice sin dejar de mirar su teléfono. "Es bonito Bolivia?", continuo con objeto de saber más sobre el que será su destino por unos días y darle movilidad a la conversación. "Vooo, es precioso. No lo conocés?", me responde sin levantar la mirada. "Jamás vi mujeres más lindas que en Santa Cruz", continua diciendo para ensalzar a la madre de sus hijos, boliviana ella.

Jorge "vive" la conversación como sumergido en una burbuja con cristal opaco, turbio, de color mate. Es evidente que no está siendo una cena cualquiera. No es una cita más. Finalizamos el postre. Casi con ritmo acelerado, inusual en él, pide "la boleta", y salimos por la puerta principal del restaurante. El clima no ha variado, signo éste del poco tiempo que estuvimos adentro. 
Como cada noche, me acompaña al hotel, pero esta vez decido yo poner el ritmo a la caminata. Un ritmo que me permita tener tiempo, para pensar qué está ocurriendo, y es fácil llegar a la conclusión. Es la hora de decir adiós!!!.

De repente, empiezo a entender ciertas cosas. Empiezo a comprender el aura de tristeza que envolvió nuestra velada. Acabo de caer en la cuenta de cuan difícil será esta vez decir adiós. Con bastante probabilidad, jamás volveremos a vernos, y comienzo a pensar en la dificultad de mi despedida, y tal vez, de la suya. Prueba de ello es la ausencia de palabras en nuestro trayecto, más corto que nunca. 

Su mano en mi hombro señala que ya hemos llegado. Su cuerpo erguido y pesado gira hacia mí buscando el abrazo. Tres palmadas en mi espalda hacen que mi voz temblorosa se adelante a anunciarle, "es hora de decir adiós amigo mío". Nuestros cuerpos se separan, y levantando su cabeza tan solo me dice "cuídate mucho amigo Jesús". Por un momento nos quedamos mirándonos, y es cuando percibo que sus ojos han perdido su color natural. Ya no son azules, su tono es otro, mucho más oscuro, y es posible que hayan estado así durante toda la noche. Gira hacia atrás, esta vez muy lentamente, y sus pies, más pesados que nunca, empiezan a alejarse de mí. Sin moverme de mi sitio, apenas sostenido por el balanceo de mis piernas, y aún contemplando su figura a lo lejos, pienso lo terriblemente difícil que resulta "decir adiós". 
A partir de ahora, siempre diré "hasta pronto".





Jorge Machado. Montevideo, Uruguay. Fotografía de Jesús Apa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario