viernes, 7 de noviembre de 2014

Fiesta en la Quinta Avenida



Me encanta el chocolate. No es ningún secreto, ahora bien, desayunarse un brownie en Nueva York, en pleno Soho, justo antes de salir a recorrer las calles de la Gran Manzana con Jesús son palabra mayores. Nueva York es maravilloso. Es una ciudad de contrastes, puedes encontrarlo todo, absolutamente todo, lo mejor y lo peor que un ser humano puede imaginar. He tenido la fortuna de poder visitarla en varias ocasiones, alguna vez por trabajo, otras veces en grupo, pero poder hacerlo en compañía de Apa no tiene parangón. Somos buenísimos amigos y esa amistad nos permite, entre otras cosas, compartir viajes; hay tanta confianza entre nosotros que las manías recíprocas –si es que las hay y supongo que sí- son asumidas con cariño.


Iniciamos nuestros viajes hace mucho tiempo y, aunque haya dificultades, procuramos hacer nuestra pequeña excursión anual que nos sirve para hablar, pasear, reír, hacer reír –en esto Jesús me lleva ventaja y no sabe cómo se lo agradezco-, desahogarnos y, por supuesto, descubrir y experimentar nuevos entornos. En noviembre de 2009 nos fuimos a Nueva York. A mí me tocaba el papel de guía porque, como digo, ya la conocía, y encantado lo ejercí. Siempre caminamos por la ciudad, la paseamos, nos encanta. Nos permite hablar y callar, mirar, observar, decidir qué hacer en el siguiente paso porque no preparamos concienzudamente las salidas, tan solo las zonas por las que nos moveremos; en cierto modo eso nos hace libres. No tenemos por costumbre coger ningún tipo de transporte –salvando, claro está, la venida desde el aeropuerto y el triste regreso- y, aunque seguramente eso nos impida ver algunas zonas de la ciudad de turno, en cambio nos permite reparar en detalles que, normalmente, el turista habitual se pierde. Pateamos Nueva York como nunca lo hicimos con otra ciudad: Manhattan, Queens, Brooklyn, Bronx, Soho y Noho, Chelsea, Yorkville, Carnegie Hill, cientos de fotos en Central Park, por supuesto subimos al Empire –donde también cayeron muchas fotos-, nos encantó el Flatiron, incluso hubo tiempo para que Apa ejerciese de portero de fútbol y para que yo hiciese algún que otro dibujo del Solomon.

Como siempre tuvimos nuestras anécdotas. Es una cuestión estadística, andamos tanto por tantos sitios que es difícil que no nos ocurra algo curioso. En Nueva York quedamos con una amiga mía, Alia, que precisamente conocí en otro viaje a esta magnífica ciudad. Estuvimos paseando con ella, tomando un café. En fin, lo más parecido a hacer una vida social –en Nueva York, mire usted- de la que ordinariamente no podemos disfrutar por cuestiones principalmente laborales. Nos invitó a una fiesta. ¿Una fiesta en Nueva York? Y no en cualquier sitio: era una fiesta de una agregada becada a la embajada italiana, amiga de Alia, en pleno centro. Así que, hete aquí, que los dos españolitos al día siguiente se patearon Nueva York para conseguir un vino, más o menos hispano, porque el jamón ya lo traíamos envasado de la tierra con lo que pudiésemos presentarnos en el apartamento donde se celebraba el evento y tener algún detalle con la organizadora que celebraba, si no recuerdo mal, su cumpleaños. Nos pusimos nuestras mejores galas –entiéndase por mejores galas un pantalón limpio y una camisa relativamente poco arrugada- y nos plantamos al atardecer, botella y jamón en mano –nos faltaba la gallina-, en la dirección que Alia nos dio. Además, para más inri, ni siquiera estábamos seguros de que ella pudiese estar porque tenía un resfriado de escándalo y aún así nos plantamos allí y tocamos el timbre. Recuerdo perfectamente que Apa y yo nos miramos, sonreímos y dirigimos nuestras miradas nuevamente a la puerta que estaba a punto de abrirse.....



.....Y nos abre la puerta una chica de color, altísima, a lo "Whitney Houston", y enfundada en un bonito vestido de noche, de un color rojo intenso, y sus manos y cuello envueltos en preciosa pedrería, que solamente desentonaba con nuestra ropa sport y una bolsa de plástico del supermercado donde traíamos nuestros embutidos y el vino comprado la misma mañana en Chelsea. Con cara de sorpresa, nos hace una mueca como preguntando de parte de quién veníamos, y mientras Rubén le explicaba el motivo de nuestra visita yo ya estaba dentro colocando nuestras pertenencias culinarias en la barra de la cocina americana, valga la redundancia. Se trataba de un apartamento de unos 40 metros cuadrados con todo el suelo de madera, distribuidos con un salón-cocina, un único dormitorio, y un baño dentro del mismo, el cual tendría un cuantioso tránsito durante toda la noche. En una esquina del salón, y rompiendo la diafanidad de la estancia, una chica (creo), de rasgos asiáticos, con una rara vestimenta y una gorra deportiva ladeada, con una mesa para mezclar música, y a su lado, el típico repertorio de los cócteles que vemos en las películas americanas. En el transcurso de la fiesta nos enteramos que la tal "Whitney Houston" era una cantante en proyección, pero allí ni la oímos cantar ni la he vuelto a ver en ninguna promoción de jóvenes talentos.

Puesto que éramos los primerísimos invitados, y no sabíamos el volumen de los mismos durante la jornada festiva, una vez que divisé el "aperitivo" que tenían en la mesa de cócteles, le indiqué a Rubén que no sería mala idea ir abriendo el jamón que llevábamos envasado y el vino, por lo que pudiera pasar (y que luego pasó). Mientras la anfitriona de la fiesta se "acicalaba" en el interior del dormitorio, Rubén, la "cantante" y yo, dábamos cuenta del jamón junto con una copa de vino mientras la DJ asiática continuaba a lo suyo. Con gestos de aprobación que le encantaba nuestro regalo, la chica de color, negra para más datos, estaba cambiando a color morado por la rapidez con la que engullía el jamón y bebía el vino. Quise pensar que pudieran ser los nervios previos a su actuación, pero iluso de mí pensando tal cosa. Casi al unísono de acabar nuestro banquete particular, empezaron a entrar tímidamente algunos invitados. Y aquí llegaría la siguiente protagonista, una chica rubia, con pelo ondulado al estilo "Nicole Kidman", y con un vestido de gasa y de color blanco, subida en unos zapatos de tacón del mismo color. Al parecer, una actriz de teatro también en proyección, y con la cual me dediqué a conversar, siendo por lo cual que percibí, que la única proyección que iba desarrollando era la borrachera posterior que pillaría a lo largo de la noche.   

Faltarían tres protagonistas más a nuestra historia (ni tan siquiera la anfitriona tuvo su minuto de gloria), y es así como entraron al cada vez más reducido apartamento, un "Eddie Murphy" del barrio de Brooklyn, engalanado en un traje de chaqueta negro, camisa impoluta blanca y con una pajarita al más puro estilo holliwoodiense; una "Jennifer López" con una blusa que advertía su escote, unos taconazos y un ceñido, ceñidísimo diría yo, pantalón de cuero de color negro. Y el quinto protagonista, del cual no encontraría parecido, y por lo tanto lo dejaremos sin nombre, un "Travesti" de casi dos metros de altura, y que clavó sus ojos en mí nada más entrar. Y una vez dentro los invitados, la fiesta comenzó como empiezan todas las fiestas americanas, o al menos, las que la televisión nos tiene acostumbrados a ver....música, alcohol, y descontrol, mucho descontrol.

Y la fiesta llevaba su ritmo. Mientras Whitney Houston estaba encantada de la vida saludando a los "fans" que se le acercaban, yo continuaba hablando con Nicole Kidman en un extremo del salón, cerca de las avellanas y los licores, y lejos del Travesti, mientras observaba a Rubén descojonarse hablando con Eddie Murphy, al cual ya le sobraba la chaqueta y su pajarita iba consiguiendo una inclinación de 45 grados debido al movimiento danzarín que iba haciendo en los cambios de ritmo de nuestra DJ asiática. A lo lejos, Jennifer López no soltaba la copa de vino mientras iba bailando de un lado al otro del salón derramándolo y ensuciando cada vez más el piso. Solamente pude ver a la anfitriona de la fiesta, hablar con nuestra amiga Alia, mientras me dirigía al baño y atravesaba el dormitorio, también repleto de invitados, y los cuales ocupaban posiciones ya fuese encima de la cama, la cómoda, o en el propio suelo en algún rincón libre del mismo.

La noche estaba en su punto más álgido, y decido abandonar mi conversación con Nicole Kidman. No porque no entendiera su inglés, que al principio sí que me enteraba, pero era tal la "patata" que tenía ya en la boca esa muchacha, que todo su vocabulario era ininteligible. Así pues, decido acercarme a Rubén y tratar de enterarme qué hablaba con Eddie Murphy, el cual, tal eran sus muestras de baile, que se estaba asemejando cada vez más a Carlton, el primo del Principe de Bel Air. Y a todo esto, el Travesti, sin quitarme ojos de encima, lo cual provocaba aún más risas en Rubén, y más estupor en mí por lo surrealista de la situación. Pero es que la locura iba siendo colectiva, y eso que las existencias estaban por agotarse, y allí se hubieran pagado cientos de dólares por el vino más peleón del mundo. Ante el desconcierto, el Travesti comenzó a usar su poder de convocatoria, entre otras cosas por los dos metros de altura que tenía y su voz a lo "Pavarotti", para unir en el centro del salón a la mayoría de invitados, o al menos los que podían mantenerse en pie, y dedicarle una canción, en playback claro está, a la dueña del apartamento y a la vez cumpleañera.

Lejos de cualquier entusiasmo, pero como personas educadas que somos, nos unimos al grupo, y así poder compartir con todos el momento estelar que le esperaba a la susodicha. Y suena la música, y el Travesti se saca de la chistera una peluca de colores, que ante su enorme estatura y su cara maquillada, hacían una mezcla un tanto rara. Aunque para complejidad, fue cuando empezó a mitad de la canción, y de espaldas a todos los allí presentes,  a irse desabrochando los botones de la camisa. Hasta que, justo en el estribillo final de la canción, y con el volumen al máximo, se gira, enseñando sus pechos operados, y enganchados a sus pezones dos borlones que hacía bailar habilidosamente, mientras se acercaba hacía mí, moviendo magistralmente los flecos en giros concéntricos, con un griterío ensordecedor que contrastaba con mi enmudecimiento. Afortunadamente, la canción acabó justo cuando lo tenía a escasos centímetros de mí y ahí se detuvo, porque si no, me temo que "otros borlones" le hubieran girado de algún puntapié.

Pero ajena a todo, y en su danza particular, seguía Jennifer López, girando cual peonza por el parqué, pero con cada vez mayor dificultad, debido en parte a que el piso estaba cada vez más mojado, y que sus tacones la sostenían de puro milagro. Después de varios intentos fallidos en sus invitaciones a que le acompañáramos en el baile, y en una de sus genuinas coreografías, giró sobre sí misma, pero olvidándose una parte del cuerpo atrás, se abrió de piernas cual bailarina profesional y como si de unas tijeras de podar se tratara. Pero más asombroso aún que eso, fue que los pantalones de cuero, como si de un resorte se tratara, y una vez tocado el suelo perfectamente con su pelvis, la hicieron levantarse sin que ni tan siquiera nos diera tiempo a ir en su ayuda. Tal fue el "meneo" que le dio a su cuerpo con esas últimas piezas de baile, que salió a la carrera escaleras abajo, posiblemente a expulsar todo lo que había engullido aquella noche, quedándonos con las ganas de averiguar al menos, que marca de pantalones llevaba para resistir tal apertura de piernas y con tan ceñido vestuario. 

En esas andábamos para abandonar la fiesta, cuando percibíamos que como buenos invitados, llegamos los primeros y prácticamente, nos íbamos los últimos, no sin antes sortear a varias personas escaleras abajo, incluida a Jennifer López, que nos miró con los ojos llorosos y colorados, como si hubiera estado buceando sin gafas toda la noche, dándonos a entender qué había estado haciendo los últimos cinco minutos, y que ni tan siquiera le salió un "bye" de su boca. 

Una vez en la calle, y ante una inusitada noche templada, atravesamos la famosa "5th Avenue", que era donde se encontraba el apartamento, para ir bajando desde Broadway hasta el Soho, lugar de nuestro hotel. En ese trayecto, Rubén y yo no abandonamos la sonrisa en ningún momento, pues menuda experiencia; "habíamos estado en una fiesta en New York"!!!. Aunque he de reconocer, que en algún momento, yo pensé si donde realmente habíamos pasado la noche, era en el recreo de un manicomio...

"Texto escrito por Rubén Cabecera y Jesús Apa". 


















New York, noviembre de 2009. Fotografía de Rubén Cabecera y Jesús Apa.
















    

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