viernes, 28 de julio de 2017

Saber parar

Cada vez se ven menos sonrisas, que son ocultadas por rostros cansados. Las horas del día son largas o cortas dependiendo de para quién y para qué, pero por normal general todos llegamos al fin de semana agotados, y eso sin contar que a veces el fin de semana, es una continuidad de todo lo rutinario, y no nos lleva a parar. Y por mucho que pueda gustarnos nuestro trabajo, muchas son las veces que sufrimos, principalmente porque el ritmo ya no lo marcamos nosotros. Y como nadie nos dice que paremos, nosotros no sabemos hacerlo. Rostros y cuerpos agotados; ojos sin luz y miradas sin ver. Esa es la moda.

Y parece que avanzamos en todo, enormemente, pero no sabemos sacarle provecho. Todo es más rápido, eficaz, aparentemente más sostenible, pero curiosamente eso no nos frena, sino que aceleramos con ello. Y no podemos negar que en las grandes ciudades existen medios de locomoción más rápidos y cómodos, pero tardamos más en llegar a nuestros trabajos. Y si decidimos buscar el antídoto a eso y programamos el trabajo para llevarlo desde nuestra propia casa, resulta que estamos ingiriendo aún más veneno.

Los contra sentidos vienen siendo cada vez más pronunciados. Nuestra formación académica es superior, pero no sucede así con la preparación para la vida. Hay más gente a nuestro alrededor, pero con frecuencia nos sentimos solos y aturdidos. Hay más bullicio, pero menos alegría. Disponemos de sillones, sillas, camas, sofás..., cada vez más cómodos y funcionales, pero descansamos menos y peor. 

Y si esto lo tenemos en los pueblos, no quiero ni pensar en las ciudades, que aunque a veces lo he vivido ahí, solamente ha sido por unos días, pero ha resultado demoledor. Al estrés del trabajo se suma el estrés que genera una gran ciudad, y es que la gente va a su ritmo, sin reparar tan siquiera en mirarse las caras, saludar, sonreír..., cosas que se están saliendo de lo natural. Hace tres, cuatro o cinco décadas las cosas no eran más sencillas, pero quizás las personas sabían cuáles eran sus límites.

Supuestamente los adultos estamos dotados de unos sensores que nos avisan cuando estamos cansados y nos señalan el momento de tomar un respiro. El problema llega cuando nos sentimos tan abrumados, imprescindibles o condicionados por una situación que no nos permite el más mínimo descanso. Creemos que si paramos todo se irá al traste, y sin interrupción, empalmamos un esfuerzo con otro hasta que un día ya no podamos más y estallemos.

Y es que aunque nos resignemos a ello, o sencillamente, aún no lo veamos o queramos ver, todos tenemos límites, y la vida no puede ni merece la pena vivirse al límite de nuestras fuerzas físicas o mentales, pues tarde o temprano nos pasará factura. Pero nadie te avisa antes de ello. Y es que el estrés ocupa todo o casi todo, y el disfrute de la vida solo viene suministrado en pequeñas dosis, en píldoras diminutas que ni tan siquiera provocan efectos secundarios, esta vez positivos. Tal vez no nos vendría mal una auto medicación, esa que nos haga parar, antes que otra circunstancia lo haga por nosotros.

Solo apreciamos las cosas que nos hemos perdido cuando ya es tarde, y algunas, más bien muchas, no son recuperables, menos aún el tiempo, el que hemos dejado de pasar con los nuestros. Somos conscientes solamente cuando los perdemos y cuando otra cosa ajena a nosotros nos los arrebata y ya es demasiado tarde; es que estábamos demasiado ocupados.

Es como aquel tren, que aún se veía raudo y veloz, con suficiente carbón para avanzar muchos más kilómetros, con solvencia para llevar a tantos y tantos pasajeros tal y como había hecho durante toda su vida, hasta que alguien decidió, no poner más vías para él.

Pensamos que todo el esfuerzo con el que nos ejercitamos en el día a día lo hacemos para vivir mejor, de ahí que le demos urgencia a todo lo relacionado con el trabajo, cuando no nos damos cuenta, que precisamente, vivir es el asunto más urgente.... 


Eskola, Finlandia, 8 de julio de 2017. Fotografía de Jesús Apa.
    

No hay comentarios:

Publicar un comentario