viernes, 22 de septiembre de 2017

No pesa... es mi hermano

El entrenamiento constante al que te somete la vida hace que ni tan siquiera uno sepa cómo ni para qué motivos nos estamos ejercitando. Solo lo sabremos cuando en ella nos veamos impuestos a determinadas situaciones que, sin embargo, cuando suceden, hasta nosotros mismos llegamos a sorprendernos por la resistencia y fortaleza con las que estamos dispuestos a afrontarlas.

Pero a veces estas pruebas de resistencia, que vienen acompañadas de dolor, sufrimiento y penas, no tienen por qué ocurrir con uno mismo, sino que pueden ser consecuencia de cosas que les suceden a la gente que va formando parte de nuestra vida. Esos amigos, compañeros, parejas..., esas otras personas que con el tiempo, llegan a convertirse en parte de tu familia. Esas con las que acabamos refiriéndonos a ellos con expresiones como; "es como si fuera de la familia", si es el caso en que hablamos refiriéndonos a una relación en forma de cariño, o bien, "es como si fuera mi hermano", si en esta ocasión hablamos en términos de mayor grado, refiriéndonos a estas últimas como personas que se vuelven incondicionales y por las que haríamos cualquier cosa.

Siempre me ha gustado mucho la palabra "hermano"; tiene una potencia increíble, más aún por el tremendo significado que lleva detrás. Quienes tenemos hermanos sabemos que nadie expone más su intimidad y forma de ser como en esta relación. Conocemos sus defectos, virtudes, manías, desdichas..., incluso muchos de sus secretos. A veces son incorregibles, otras dulces, muchas admirables y otras tantas, ingobernables..., pero no me cabe duda, que con un hermano se está cuando se tiene que estar, en las duras y las maduras. Por un hermano se da la vida, y así debería ser literalmente, llegado el caso.

Lo curioso es que a veces, van entrando personas en tu vida que puedes llegar a tratarlas como tal, como a un verdadero hermano. Y no importarán sus antecedentes de origen, dará lo mismo que conozcas cómo crecieron, cómo se educaron, cuales fueron sus locuras de adolescentes, sus travesuras en casa, el cómo irritaban a sus padres y a sus otros hermanos.... Porque aunque no hayas vivido y compartido esa infancia con ellos, si realmente piensas que para ti esa persona es como un hermano, es que ya se ha convertido en alguien muy especial. Alguien por la que te sacrificarías y harías cualquier cosa por ayudarle, porque por un hermano se hace todo, o al menos, así debe ser.


"En el año 1917 el sacerdote católico Edward Flanagan, fundó con 90 dólares prestados una casa para niños sin hogar en Omaha (Nebrasca). En un principio contó con cinco niños recogidos en la calle, pero más tarde se vio obligado a adquirir cerca de allí una granja más grande a la que llamó "La ciudad de los muchachos".

El padre Flanagan, que dedicó toda su vida a la educación de niños y jóvenes delincuentes y abandonados, estaba convencido de que la fórmula más adecuada para su reinserción, era fomentar en ellos el espíritu de responsabilidad, e implantó un régimen de autogobierno en el que los chicos organizaban su ciudad.

Al poco tiempo de aquello, el padre Flanagan fue llamado para atender a una señora que venía con su hijo, un tal Howard Loomis, de unos trece años. Cuando entró en la sala de visitas, la madre se acercó a saludarlo, pero en cambio el niño ni se movió de la silla. El sacerdote supuso que no se levantó a saludarlo por timidez o por nerviosismo...

La señora lo convenció para que admitiese a su hijo, pues su marido los había abandonado y ella, que no tenía casa propia, tenía que ganarse la vida sirviendo como criada. El padre salió a despedirla y posteriormente volvió a la sala de visitas.

-- Vamos Howard, te llevaré al pabellón donde vivirás. Un compañero te enseñará el dormitorio, el comedor, y te dirá nuestras costumbres y responsabilidades para que sepas lo que tienes que hacer --.

El chico bajó la cabeza y no se movió de la silla.

-- Vamos... --, repitió el padre Flanagan.

El muchacho siguió inmóvil, levantó despacio la cabeza y miró al padre con ojos de súplica y temor.

-- ¿Te pasa algo? --, dijo el sacerdote entre cariñoso y perplejo.

"Es que..., es que no puedo andar... Soy paralítico.

Flanagan tenía por norma no admitir a niños con enfermedades que los imposibilitaran para seguir el ritmo de trabajo, estudio, recreo y oración establecido en la ciudad. Eran sus normas, pero en este caso disimuló como pudo su disgusto y trató de sonreír a aquel pobre inválido que, de forma "fraudulenta", había recogido.

Howard había tenido polio y caminar era muy difícil para él, especialmente cuando tenía que subir o bajar escaleras. Usaba un complicado aparato ortopédico para las piernas y, con frecuencia, los otros muchachos se turnaban para llevarlo de un sitio a otro cargado a sus espaldas.

Un día que fueron de picnic, lo llevaba a cuestas Reuben Granger, uno de los muchachos más grandes. Pero incapaz de ocultar el cansancio producido por la distancia, lo difícil del camino y el peso de Howard, el padre Flanagan con tono cariñoso, le preguntó:

-- Amigo, ¿pesa mucho? --.

Reuben, con inefable expresión de cara y encogimiento de hombros que encerraban una gran carga de amor, de valor y resignación, le respondió con fuerza y decisión:

"Él no pesa, padre... es mi hermano".


Esta frase emblemática ha simbolizado el espíritu de "La ciudad de los muchachos" durante décadas. 

Hay historias como éstas que no se olvidan, o mejor dicho, que se recuerdan cuando te sientes identificado con lo que en ella se dice. Parece ser que hay historias que pueden llegar a inspirarnos Dios sabe cuánto. Con esta, una película llegó a ganar dos Óscar, y años más tarde llegó a convertirse en una hermosa canción. Hoy, simplemente ocupa este post. Porque no pesa, es mi hermano, pero también podría ser el tuyo.... 



Fuente de Cantos, 22 de septiembre de 2017. Imagen libre en la red.
   

     




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