viernes, 30 de marzo de 2018

La gota fría

Los más viejos de ese lugar llevaban años mirando al cielo, deseaban y esperaban a que lloviera con contundencia. A pesar de que ya no confiaban en las predicciones, en el fondo, se agarraban a un clavo ardiendo y siempre les brotaba un hilo de esperanza allá dónde depositaban sus ruegos. Al fin al cabo, creer es como soñar despierto.

Llevaban años soñando que lloviera como recordaban lo hizo la última vez. Fue como si el mar se hubiera dado la vuelta. Recuerdan que en aquella ocasión cayó con gran fuerza, a su manera, fría y a veces tibia, dependiendo de la piel de cada cual. Pero nadie aprecia los regalos de la naturaleza, menos aún cuando se está saciado, y por eso que pensaban que un enorme castigo había caído sobre ellos.

Es lo que ocurre en los pequeños pueblos, que cuando algo inusual pasa, hay que buscar alguna explicación de por qué ha ocurrido. Y no solo eso, sino que cualquiera puede argumentar aquello y tener una convicción en los demás digna de analizar. "Tanta abundancia no fue buena, porque nos volvió a todos más ambiciosos", decían unos. "Nunca debimos lamentarnos por aquella manera de llover, y ahora hemos sido castigados por no haber dado las gracias a quien abría las compuertas del cielo", se aventuraban otros en afirmar. 

Pero aquella tarde, los viejos del lugar estaban paralizados en las calles del pueblo. Confiaban en que éstas se encharcaran, que la tierra reblandeciera, que al fin el campo cogiera el color que casi tenían olvidados. Relajaban el peso de sus cabezas sobre sus cuellos, cerrando los ojos y esperando el frescor de las primeras gotas de lluvia después de muchos años sin que lloviera.

Saben que llueve la buena suerte, la alegría, que llueve la buenaventura; saben todo lo que la lluvia trae a sus vidas. Saben que es una auténtica bendición. Y eso lo saben, porque desde que cayeron las últimas gotas de lluvia, en todos esos años, aquella gente cambió. Se volvieron mezquinos, ambiciosos, solitarios y arrogantes los unos con los otros. Desde aquella última lluvia, se evaporó la solidaridad entre ellos, nació el tallo de la maldad en todas las casas, y es por eso que creían tanto en que allí debió haber una maldición en forma de sequía.

Los más jóvenes habían desaparecido de allí, buscando buenas nuevas en cualquier otro lugar que no fuera el angosto pueblo. La gente más vieja no recordaba tanta tristeza como la que allí se había instalado. Aquello debía acabar ya, de lo contrario, el pueblo se convertiría en el más penoso de los manicomios.

Luis miraba de reojo a José María, y Manuel observaba de espaldas a Antonio, su antiguo amigo y al que ahora tanto odiaba, sin saber ni tan siquiera el motivo que originó aquello. Algo parecido debía pensar María, porque no encontraba la causa del rencor que sentía por Asunción, vecina de toda la vida y que, en aquella tarde, al igual que todos ellos, habían salido a la calle a observar aquella nube negra que descansaba sobre el poblado.

Entonces empezaron a escuchar los truenos, a sentir la fuerte ventisca que se había levantado y que les obligaba a cerrar los ojos para protegerlos del polvo. El viento del norte soplaba con fuerza, y solo bastaría que se calmara para que al fin, descargaran de aquella nube, miles de litros de agua clara y prácticamente bendecida.

Pero no saben aún por qué, a Ceferino, el tipo más soberbio y oscuro del pueblo, le dio por decir aquello. No saben dónde lo leyó, lo escuchó, o si era verdad lo que traían sus palabras; "Hace poco pregunté a un caminante que pasó por aquí por nuestra situación. Parecía saber lo que aquí ocurría, y se aventuró a decirme qué pasará con nosotros cuando regresen por primera vez al fin, las nuevas lluvias". Todos dejaron de mirar al cielo para fijarse en aquel tipo, odiado seguramente por todos, y escuchar atentamente lo que seguiría diciendo;

"Algo sobrenatural pasará con las primeras lluvias. Y es que todos los que aquí vivimos, por un momento y al mojarnos, nos volveremos transparentes, y cada uno de nosotros podrá ver los pensamientos de los demás. Quedaremos al descubierto para los otros. Nuestros secretos, nuestros pecados, nuestra conciencia quedará visible para el resto. Así me lo dijeron, y creo con todas mis fuerzas en ese pesado augurio".

Cuando Ceferino acabó de descargar aquella predicción, quizás más bien maldición, todos volvieron la vista de nuevo al cielo, pero esta vez mucho más intranquilos. La nube seguía sobre ellos, negra, tormentosa y con todas las formas que ellos podían darles en sus mentes. Pero sus pensamientos parecían haber cambiado. Algunos con los puños apretados, otros con sus piernas en un vaivén de nerviosismo, y unos cuantos más con suspiros y jadeos incómodos.

Fue algo muy rápido cómo ocurrió todo aquello, pero el viento del norte cesó, y entró otro aún más violento por el oeste, la pesada nube comenzó a balancearse sobre sí misma y avanzaba sin parar hacia la diestra del pueblo. Al poco tiempo, percibiéndose a varios kilómetros de allí, un fuerte trueno sonó y tras él, una cortina de agua comenzó a bajar del cielo. Todos los vecinos seguían allí paralizados, retumbando en sus cabezas las palabras de Ceferino.

Una gota fría, pero de sudor, caía de cada uno, aliviados y afortunados que esa lluvia no hubiera caído sobre ellos. Volvieron a entrar en sus casas, dónde sus pensamientos, sus secretos y pecados, estarían a salvo por algún tiempo más... Entonces decidieron buscar sus antiguos y absurdos paraguas. 



Fuente de Cantos, 30 de marzo de 2018. Fotografía libre en la red. 

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